El castigo de la audacia

Miguel Castro y Silva se cansó de la incomprensión norteña que lo hallaba casi revolucionario, cuando no pasaba de tímido heredero de la 'nouvelle cuisine'.

Jesús Andreu. 14/10/2014

La Praça da Alegria es, como su nombre indica, una plaza. Umbrosa y recoleta, escondida y silenciosa, es vecino del elegante barrio de Príncipe Real, el de los Palacios decimonónicos y las caprichosas construcciones de estilo morisco o veneciano. Aquí, sin embargo, los palacetes se mezclan con las casas destartaladas, los desconchones con los azulejos de colores, la ropa tendida en las ventanas con fuentes rumorosas y la piedra y el mármol con el verdor de árboles centenarios y frondosos de nombres imposibles: tilos plateados, acacias bastardas, palmeras barrigudas…

En tan singular entorno es donde asienta sus reales un buen cocinero, Miguel Castro y Silva, promesa frustrada de la cocina moderna portuguesa y víctima del tradicionalismo de sus compatriotas. Después de haber creado el espléndido Bull & Bear de Oporto, se cansó de la incomprensión norteña que lo hallaba casi revolucionario, cuando no pasaba de tímido heredero de la nouvelle cuisine en una época en que Adriá ya lo había revolucionado todo. Baste decir que su mejor cliente era un importante empresario que sólo pedía -para consternación del cocinero- su excelente y tradicional curry de gambas consiguiendo, con su fuerte personalidad, que todo el local hiciera lo mismo.

Con tan triste panorama buscó nuevos horizontes en Lisboa donde no ha tenido más suerte pero al menos ha conseguido regentar uno de las mejores gastro tabernas de la capital, De Castro Elías. Con De Castro se mantiene fiel a esa línea si bien este nuevo restaurante, sencillo y coqueto, abierto a la plaza y abrazado por los árboles, mejora mucho en estética y tamaño.

La cocina es excelente aunque, como gato escaldado, del agua huye y no arriesga un ápice. Todo se basa en recetas tradicionales portuguesas, la mayoría del norte, pero elaboradas con un producto sobresaliente y una técnica impecable que abomina de las grasas, las cocciones prolongadas y las frituras a la antigua. Además, se puede comer espléndidamente por 20 euros un menú suculento y enorme. El que sigue:

Comienza con una delicioso bacalao confitado, en su punto de salazón, alegrado con tomates secos, cacahuetes y una tan sencilla como impecable ensalada verde. No desaprovechen su frescor porque el siguiente plato, los huevos revueltos con embutidos es contundente. Los huevos se cocinan lentamente para darles una consistencia cremosa y perfecta y entre los embutidos, picados de modo minúsculo, destaca el rey de los ‘enchidos’ portugueses, la deliciosa alheira, longaniza inventada por judíos conversos que la rellenaban de diferentes carnes de caza para que pareciera que comían cerdo sin hacerlo.

Aunque después lleguen nuevas verduras, no hay que engañarse porque están rebozadas como mandan los cánones del más tradicional plato lisboeta los peixinhos da horta, tiernísimas judías verdes rebozadas del mismo modo que si fueran pescaditos. Al igual que los buñuelos llegan esponjosas y sin gota de grasa.

Después más engañosa verdura y más tradición: los huevos escalfados con guisantes, una preparación muy parecida a los desaparecidos (con la opulencia) huevos al plato o como convertir un plato de verduras que podría ser muy light en un guiso hipercalorico y rico en grasas. En grasas y en todo porque se trata de una receta deliciosa y antigua.

El pulpo asado no estaba incluido en el menú pero lo pedimos porque la camarera no quería que nos quedáramos con hambre ya que el menú era teóricamente para dos y comíamos tres. Fue amable pero se ve que es una gran comedora porque no hacía ninguna falta dada la potencia y tamaño de todos los patos. No obstante valió la pena porque estaba maravilloso en su simplicidad. Tan sólo un poco de aceite y pimentón y el acompañamiento de unas patatas asadas muy tiernas y un poco de repollo salteado. Eso sí, la conditio sine qua non es que cada ingrediente sea de excepcional calidad y frescura.

Para acabar el menú degustación, lo menos conseguido, unas buenas costillas de ternera acompañadas de un arroz al horno que, siendo normalmente fuerte y sabroso, en esta preparación resulta sorprendentemente insípido y flojo.

Menos mal que aún es tiempo de resarcirse con una de las grandes creaciones de este chef, la tarta de chocolate sin harina, un extraordinario pastel de chocolate negro de texturas crujientes, cremosas y jugosas a la vez.

Una visita que por todo lo dicho merece la pena, más un bistro que una tasca, lo que es muy recomendable en esta ciudad donde aún abundan los antros con el frigorífico en la sala, escaparates, como bodegones flamencos, en los que animales muertos muestran sus interioridades e iluminaciones a base de tubos de neón que hacen parecer a los comensales parientes de los cadáveres del escaparate. (Fotos: Jesús Andreu).

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