Cómo enfrentarse a la pérdida de un ser querido

No hablar de la muerte no ayuda a que duela menos, sino todo lo contrario. La familia y las relaciones íntimas son fundamentales a la hora de superar un duelo.

Ana Villarrubia. 29/12/2016

La muerte es, en nuestra sociedad, prácticamente un tabú. Nos cuesta hablar de la muerte porque nos cuenta enfrentarnos a ella. Cuando nos dirigimos a alguien que acaba de perder a un ser querido conectamos con dolorosas emociones, nos asomamos a un abismo que nos genera vértigo. Ante este tipo de situaciones nos volvemos un poco pequeñitos, inseguros, dudamos nuestras palabras y nos incomoda no saber muy bien cuál es la actitud o el tono que debemos adoptar.

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Ante este tipo de situaciones nos volvemos un poco pequeñitos e inseguros.

Creo, además, que la muerte nos duele hoy más que ayer si cabe. Me explico: porque por necesidades laborales y también por lo fácil que se nos ha vuelto desplazarnos por el mundo, nuestras familias viven hoy mas disgregadas que antes, desperdigadas por el Globo, desarraigadas aunque la distancia sea más física que emocional. Familias en las que, además, nacen menos hermanos y que, por lo tanto, acaban formando una red mucho menos numerosa que la que acostumbraban a tejer las familias de antaño.

Con menos lazos de tan cercana intimidad contamos también con menos apoyos. Y familias compuestas por personas que hoy se empapan menos que antes, desde bien chiquititas, de los valores más profundos de la fe. La religión es y ha sido siempre un gran factor de protección –o, cuanto menos, de canalización– frente al inmenso dolor que la muerte causa a quienes permanecen en vida. Y no es que la religión no sea reemplazable por otro tipo de práctica espiritual, pero tampoco la fe se cultiva en la sociedad actual de la misma manera que antes.

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La religión es y ha sido siempre un gran factor de protección.

Lo normal, lo lógico y lo esperable es que –por suerte– todos tengamos que enfrentarnos al sufrimiento de la pérdida en algún momento de nuestra vida. Y digo por suerte porque de lo contario serían nuestros padres quienes asistirían al terrible y antinatural dolor de vivir la pérdida de un hijo. Según datos del INE, en España, país en el que la esperanza de vida no ha dejado de aumentar en los últimos años, se registraron 395.830  defunciones en el año 2014. Es decir, alrededor de 1084 personas murieron cada día.

El 96,2 % de ellas a causa de una enfermedad, el 3,8 % de ellas a causa de un accidente, o un suicidio. Teniendo en cuenta que cada persona que fallece deja tras de sí, aproximadamente, a otras 5 necesitadas de superar un verdadero duelo, hablamos de más de 5.000 personas involucradas directamente en este duro proceso emocional.

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La angustia más profunda y el recuerdo del fallecido siguen asociados sin que la persona sea capaz de vislumbrar una posible alternativa.

La muerte forma parte de la vida y por ello la inmensa mayoría de duelos se superan de manera natural y sin necesidad de recurrir a ayuda especializada. Aquí no disponemos de datos tan precisos pero se calcula que entre un 5 % y un 15 % de los duelos acaban siendo patológicos y requieren de intervención psicológica o psiquiátrica.  Es decir, la persona no es capaz de recuperarse del dolor y de la tristeza, se queda anclada en alguna fase del proceso en la que le resulta imposible aceptar la pérdida, adaptarse de nuevo a su entorno contando con la ausencia o continuar atendiendo otras áreas de su funcionamiento vital que desde la pérdida han pasado a carecer de sentido. La angustia más profunda y el recuerdo del fallecido siguen asociados sin que la persona sea capaz de vislumbrar una posible alternativa.

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Tendemos a pensar que no pensar en la muerte no evita el dolor.

Son muchos los factores psicológicos y biográficos que pueden volvernos más vulnerables frente a la posibilidad de atravesar un duelo patológico. Sin embargo, los tabúes sociales de los que antes hablábamos actúan también como facilitadores de este tipo de procesos de especial, intenso –y no necesario– sufrimiento. Tendemos a pensar que no pensar en la muerte no evita el dolor, como si no hablar de las cosas causara su desaparición. Igual que los problemas no desaparecen solos, y no afrontarlos no es nunca una solución adecuada, tampoco en el duelo es recomendable callar, ignorar o tratar de anestesiarse de las emociones.

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Son muchos los factores psicológicos y biográficos que pueden volvernos más vulnerables frente a la posibilidad de atravesar un duelo patológico.

La tristeza que viene a recordarnos la herida que nos ha dejado la pérdida es la misma que, con el paso del tiempo y con las acciones que durante ese tiempo nos esforzamos en emprender, nos permite finalmente recolocar esa ausencia en nuestra vida y seguir adelante con ella, y a pesar de ella. Para que la muerte de un ser querido no suponga la propia también. La muerte en vida.

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El acto de compartir con el otro nuestra tristeza tiene, en sí mismo, un potente poder sanador.

Las barreras de ocultación que el silencio nos proporciona son efímeras, solo producen un ligero alivio en el corto plazo. En el medio y largo plazo esas falsas y contraproducentes protecciones se vuelven en nuestra contra. Tendemos a pensar que externalizar nuestro sufrimiento y permitir que se vea desde fuera es hacer ostentación del mismo, o bien causarlo en los demás. Como si decirle a alguien que lo estamos pasando mal hará que ese otro también sufra. Una vez más, medicina en el corto plazo, nada curativa en el tiempo. Si quieres cronificar tu dolor, ocúltalo. Hazlo solo tuyo y no te permitas superarlo. Entonces la enfermedad emocional está asegurada.

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Airear la herida ayuda a que se cure, jamás la perpetúa.

Rodeado de tus personas más íntimas, y especialmente de la familia en estas fechas tan señaladas que empujan al encuentro y al reencuentro, expresar tus emociones es recomendable y deseable. El acto de compartir con el otro nuestra tristeza tiene, en sí mismo, un potente poder sanador. Airear la herida ayuda a que se cure, jamás la perpetúa. Con aquellas personas con quien más cercanía experimentamos, y con aquellos familiares que han pasado por el mismo trance que nosotros, se crea esa especial conexión que nos une y nos alivia, que nos permite compartir una emoción no para intensificarla sino para compartir su dura carga y aliviarla sana y lentamente.

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