Cada estanco es una patria
Hay un sabio en cada estanco. Se trata de la erudición de la experiencia. Del esfuerzo por encajar los tabacos en el gran cajón de una racionalidad.
“En nuestra profesión, la amistad no es una palabra sin sentido”, solía decir, desde su estanco en Kiev, el padre de Zino Davidoff, amante, sabio y fundador de una de las grandes estirpes tabaqueras. Eran los años en que entraba a su tienda un “joven de rostro delgado, ojos brillantes y voz fuerte” que tomaba cigarros sin pagar, pero al que por alguna razón, no se atrevían a reclamarle la deuda: sería conocido, poco después, con el nombre de Lenin. Lo cierto es que desde que entramos la primera vez en una cava de cigarros -con aplomo fingido y sin saber cómo comportarnos- hasta hoy mismo en que tenemos una casa en cada estanco, han pasado muchos años. Y todos tienen algo en común, están atravesados por la amable complicidad de las personas que esperaban al otro lado del mostrador. En esa profesión, ciertamente, ‘amistad’ no es una voz hueca.
Cuando hemos tenido que viajar a países de naturaleza inhóspita -con fríos extremos, sin luz de sol, sin jereces a mano- siempre hemos encontrado la caricia de dormir en un buen hotel. Y experimentar entonces un “estar en casa”, que es uno de los sentimientos primordiales del corazón. Es la misma sensación que tenemos cuando, en prácticamente cualquier lugar del mundo, entramos en una cava de cigarros. Son como embajadas de nuestra sentimentalidad, los lugares en los que uno nunca es apátrida. Y ello suele ser debido, además de a los vapores de trópico de los puros, a las personas que allí encontramos.
Muchas cavas de cigarros son negocios que han pasado de padres a hijos: ahí encontramos familias atravesadas con un mismo nervio de pasión por los puros, familias que transmiten su saber de padres a hijos. Cualquier fumador que entre en ellas podrá ver, muchas veces, al abuelo que pule convenientemente unos cigarros. Medio siglo antes había sido, pongamos por caso, comercial de Hoyo de Monterrey para la región nordeste de la península.
Y en la trastienda recuerda los viajes a Cuba, en aquellos años 40 en que La Habana era la capital mundial de la fiesta. Entretanto, el nieto cuadra las cuentas en la caja. Y todo ello desde la paradoja de que para vender cigarros no existe más titulación que la que procura el mismo amor por el tabaco. En nuestra reciente visita a la fábrica de los cigarros Condal conocimos un cuerpo de jóvenes que se iniciaban en el arte de torcer cigarros, y lo hacían con el único método de mirar a sus maestros como un niño aprende canciones en el coche de su padre. No hay ningún otro sector comercial cuyo cuerpo de vendedores tenga tan alta preparación.
Hay un sabio en cada estanco. Se trata de la erudición de la experiencia. Del esfuerzo por encajar los tabacos en el gran cajón de una racionalidad. Y ojalá nunca tengamos que echar de menos tanto saber y tanta amistad.