El Cordero Místico

El día de la proclamación del Rey sufrí el síndrome de Stendhal. La causa fue una prolongada exposición a la insoportable belleza de 'El Cordero Místico'.

Jesús Andreu. 23/09/2014

El día de la proclamación del Rey estaba en Gante y sufrí el síndrome de Stendhal. La causa fue una prolongada exposición a la insoportable belleza de ‘El Cordero Místico’, la deslumbrante obra de Van Eyck. Dos días después estaba comiéndomelo en París. O así me pareció, porque las chuletillas de ‘Robuchon’ me provocaron efectos semejantes a los del cuadro. En Gante tuve un vahído por la explosión multicolor del cuadro, la limpidez de sus cielos, la exquisitez de sus detalles y la complejidad de la composición. Estaba ante la auténtica perfección. 

Las chuletas me cautivaron por su sencillez, la suave intensidad de su sabor y porque, para llegar a esta simplicidad, hay que despojarse de lo todo lo que es superfluo y recorrer todos los caminos del conocimiento. Para pintar como Miró lo hacía, con aquella filosófica y sabia ingenuidad, hay que saberlo todo y olvidarlo todo. 

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‘El Cordero Místico’, Jan Van Eyck (1432)

Jöel Robuchon es una estrella de la cocina mundial y también el más español de los cocineros franceses: por su apasionada entrega al mejor jamón, a la rusticidad de los ibéricos o a la genialidad de un gazpacho servido, eso sí, con elegancia francesa; en cono de vidrio sobre hielo picado. Huyendo de las exageradas y opresivas maneras de los tres estrellas -quizá por eso sólo cuenta con dos- el restaurante es una mezcla de discoteca -por la decoración-, bistró moderno y gran cocina, un canto al Mediterráneo y a esa sencillez que parte de la maestría, no de la impericia.

Así, sublima unos calamares con alcachofas, alegrándolos con un chispeante picadillo de ibéricos y haciéndolos parecer macarrones. De las gyosas hace flores y remata un plato bello, leve y de intensos sabores. Antes de probarlo ya se disfruta del fucsia de la salsa y de los penetrantes aromas de hierbas y especias, en cuyo tratamiento el cocinero es un genio.

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Calamares con alcachofas y gyozas, Robuchon. Fotos: Jesús Andreu

Los salmonetes con espuma de cúrcuma amarilla, setas de primavera y guisantes en diferentes texturas son excelentes, no sólo por la calidad de la legumbre sino también por la original mezcla de sabores y por la belleza de la combinación de colores. Las diminutas chuletas de cordero (místico), son la excelsitud perfumada de ajo y tomillo. Más vale no acordarse del animal porque son verdaderamente diminutas y eso hace que su sabor a lechal sea sencillamente insuperable.

Los postres no van a la zaga y los chocolates alcanzan cotas magistrales. Soy un auténtico adicto a ese manjar y, por muy crítico que sea con la antigüedad de la cocina francesa, considero que no hay nadie que lo mime como ellos. Aún recuerdo como el mejor de mi vida aquél coulant, ¡sin harina!, de Lucas Carton. 

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Chuletas de cordero y salmonetes con espuma de cúrcuma, Robuchon. Fotos: Jesús Andreu

Con Robuchon se plantea el mismo dilema que con el arte moderno, si la obra debe ser ejecutada personalmente por el artista o basta su aliento inspirador sobre un taller de cientos de colaboradores. Hirst versus Antonio López. El cocinero de esta franquicia global no está en la cocina y se limita a enseñar y diseñar los platos. En un mundo ideal, lo perfecto sería que el maestro ideara y ejecutara la obra maestra, pero en el real, en el que habitamos, mejor optar por el fecundo hálito del artista que por el esfuerzo inane del aprendiz.

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