¿Por qué es tan importante olvidar?

Así como el recuerdo nos hace cómplices, el hecho de no recordar conlleva, en muchas ocasiones, una tremenda angustia.

Ana Villarrubia. 19/03/2015
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La fotografía nos ayuda a recordar capítulos destacados de nuestra vida

¿Quién no toma fotos en sus vacaciones para conservar el recuerdo? ¿A quién no le gusta poder recordar episodios biográficos que forman parte de su esencia? ¿Quién no valora e incluso codicia una buena memoria?

No hay duda de que en nuestra memoria biográfica se encuentra, compacta, nuestra identidad. Socialmente, además, la memoria también importa y se convierte en instrumento de relación interpersonal. También en lo social, al mismo tiempo, se censura el olvido. Tanto es así que frases tan aparentemente naíf como “me olvidé” suelen generar enfado y tremebundas decepciones que nos cuesta perdonar. Así como el recuerdo nos hace cómplices, el hecho de no recordar conlleva, en muchas ocasiones, una tremenda angustia.

En general, todos queremos recordarlo todo, tener una buena memoria. Y, por supuesto, queremos que, en lo que a nosotros nos concierne, nuestra pareja y nuestros amigos tengan la memoria igualmente afinada: si nos cuesta perdonar olvidos es porque atribuimos a los fallos de memoria toda una serie de connotaciones negativas relacionadas con la falta de interés en el otro. Pues bien, la psicología nos demuestra que tan malo es no poder recordar como recordar demasiado. 

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Es necesario el olvido en nuestras vidas para recuerdos, por ejemplo, traumáticos

Nuestros sistemas de memoria están diseñados para codificar todas y cada una de nuestras interacciones con el mundo. Si te paras a recordar (y te propongo que te tomes unos segundos para hacer este pequeño ejercicio mental) todo lo que hiciste ayer, te sorprenderás al ver que, tras un pequeño esfuerzo, acabarás trayendo al presente un guión muy pormenorizado de la casi totalidad de tus vivencias del día anterior. Desde el contenido de tu desayuno hasta la llamada de un familiar a media tarde y las noticias de la noche.

¿Por qué conservamos recuerdos sobre eventos que no teníamos ninguna intención de retener? Recordamos nuestras experiencias, sacamos conclusiones a partir de ellas (que también recordamos) y aprendemos. Y nos funciona. Conformamos así nuestra biografía y también nuestra identidad. Nuestra memoria nos hace ser exactamente quienes somos. 

Ahora bien, por muy preparado que esté nuestro cerebro para grabar un rastro de toda nuestra experiencia, nuestro rendimiento mnemónico no es nada acertado si, en lugar de recordar el día de ayer, nos proponemos la recuperación de todo lo sucedido un día cualquiera de hace algún tiempo. “¿Qué hiciste el 25 de febrero de 2014?”. Imagino que “ni idea” será la respuesta más frecuente, a menos que justo esa fecha llevara asociada para el lector algún tipo de significación simbólica o emocional. Afortunadamente, nuestra memoria tiene restricciones: toda experiencia deja una huella pero no todas las huellas se recuerdan.

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¿Por qué conservamos recuerdos sobre eventos que no teníamos ninguna intención de retener?

De sobra conocido es el caso de Salomón Shereshevsky, cuyo caso estudió el famosísimo neuropsicólogos soviético Luria: un hombre con tal capacidad de memoria, mnemonista profesional de hecho, que sufría diariamente las consecuencias de no poder olvidar, sintiéndose perseguido en su trabajo por imágenes de espectáculos anteriores que era incapaz de borrar de su mente. Pero no es necesario recurrir a este ejemplo tan extremo para hacernos a la idea de lo necesario que es el olvido en nuestras vidas: memorias traumáticas con recuerdos que intrusivamente se cuelan en el presente, hábitos de los que queremos desprendernos o la necesidad de abandonar un conocimiento que quedó obsoleto para ser reciclado y reemplazado atestiguan la tremenda importancia del olvido. 

Ya a nivel neuronal se consolidan sólo algunas conexiones sinápticas durante el sueño REM, no todas. Obviamente la experiencia condiciona esta “selección” que no es tan aleatoria. Y a nivel experiencial, en general, olvidamos toda información que va cayendo en desuso: huellas de memoria sobre las que nunca volvemos (porque no todo lo que hicimos ayer “merece” ser recordado), huellas que sustituimos por otras (al cambiar de teléfono, olvidando el viejo y recordando el nuevo, por ejemplo), información que dejamos de repasar porque ya no nos interesa… Todo lo que dejó una huella sobre la que no hemos vuelto y toda información que no es usada tiende a olvidarse; lo que no significa que no podamos ser (sorprendentemente) capaces de recuperarla si se dan las circunstancias y las claves de recuperación adecuadas para ello.

Igual que estamos funcionalmente preparados para codificar nuestras experiencias diarias y recordarlas, parece que también estamos biológicamente preparados para olvidar. La llamada ley del desuso explica que el olvido de información ya desfasada es una característica distintiva, necesaria y, en cierto modo, adaptativa de la memoria humana.

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A nivel neuronal se consolidan sólo algunas conexiones sinápticas durante el sueño REM.

¿Te imaginas tratando de recordar dónde dejaste las llaves de casa ayer y siendo avasallado por los miles de recuerdos de las miles de veces que has llegado a casa y te has deshecho de las llaves? ¿O a punto de marcar el pin de la tarjeta de crédito y sumergiéndote en todos los recuerdos de todos los pines de todas las tarjetas que has tenido a lo largo de tu vida? Sería inabarcable. Una memoria sobrecargada resultaría poco útil: para recuperar un recuerdo habría que rebuscar en un inmenso baúl en el que todo tendría la misma relevancia.

En definitiva, la memoria humana es necesaria y adaptativamente falible. Las huellas de memoria se actualizan en base a criterios temporales, emocionales o atencionales, con la ventaja de que podamos manejarlas de manera eficaz en el día a día y la desventaja de que, por el camino, vamos olvidando experiencias personales que no sabemos si en algún momento nos sería grato poder revivir. Lástima de daño colateral para los más nostálgicos.

Como escribió ya a finales del siglo XIX uno de los grandes estudiosos de la memoria, el psicólogo francés Théodule Ribot: “El olvido, salvo en ciertos casos, no es, pues, una enfermedad de la memoria, sino una condición de su salud y de su vida”.

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