Por qué digo no cuando quiero decir sí… (y viceversa)

El Síndrome de Solomon define el fenómeno a través del cual la presión social se apodera de nosotros y nos lleva a decir y hacer cosas ajenas a nuestra voluntad.

Ana Villarrubia. 14/05/2015
El síndrome de Solomon
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Muchas veces no es fácil destacar en la sociedad en la que vivimos. Foto: taringa

No es fácil no dejarse llevar por las modas como no es fácil alzar una voz discordante o ir a contracorriente. Al menos no en la sociedad en la que vivimos y con la alta permeabilidad con la que los juicios de otros nos afectan. Desde el punto de vista psicológico la inercia nos lleva a conformarnos antes que a promover el cambio. A los seres humanos nos cuesta salirnos de la norma en la medida en la que la censura social que percibimos supone una amenaza a nuestra autoestima. Y esto, a nivel social, tiene importantes implicaciones y graves consecuencias.

Si aprendimos de la gran obra de Thomas Khun (La estructura de las revoluciones científicas, 1962) que el propio desarrollo científico está estrechamente ligado al cambio de paradigma, nuestra tendencia grupal a no salirse del redil contrastaría entonces con cualquier posibilidad de progreso social.

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El psicólogo estadounidense Solomon Asch, referente de la psicología social, investigó ampliamente este fenómeno de conformidad social a mediados del siglo pasado y, a raíz de lo que observó, tuvo incluso que matizar sus propias bases teóricas sobre el amplio margen de libertad del que él pensaba que las personas gozábamos en el momento de tomar decisiones o expresar opiniones.

Los experimentos de Asch vinieron a demostrar que somos capaces de defender en voz alta y clara juicios de realidad claramente alejados de nuestra propias percepciones, sólo porque otros los han defendido primero. Con siete compinches visitó institutos haciendo falsas pruebas de visión y preguntando comparativamente sobre el tamaño de cuatro rayas negras dibujadas sobre un papel blanco.

El síndrome de Solomon
El síndrome de Solomon define la tendencia a seguir la pauta establecida, sin destacar en el grupo. Foto: wallpaper

Bastaba con que la mayoría de esos siete señuelos dijeran que una era más grande (a pesar de ser evidentemente falso) para que el resto del grupo se pronunciara de igual modo. Dio así entidad al llamado Síndrome de Solomon que define esta tendencia a seguir la pauta establecida, no destacar en el grupo y no contradecirlo, incluso cuando ello supone atentar contra los valores, las opiniones o incluso las percepciones que uno mismo tiene sobre la realidad.

¿Estamos entonces condenados al inmovilismo?
Tampoco sería cierto afirmar tal cosa, de lo contrario no habría existido progreso de ningún tipo ni se habrían expresado ni difundido nuevas ideas a lo largo de nuestra historia evolutiva. Lo que sí nos indica el Síndrome de Solomon, cuando se manifiesta, es que vivimos en una sociedad criticona y quizá también envidiosa en la que lo creativo no solo no se incentiva sino que tiende a condenarse. Y esto es peligroso porque supone vivir en una sociedad a la que le cuesta asumir el cambio y que, en muchas ocasiones, es capaz de mantener una mala costumbre por la mera inseguridad de tratar de alterarla. La sociedad del “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”. Qué sabios intérpretes de lo tácito han sido siempre los refranes.

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Si se hubiera establecido el inmovilismo no hubiera habido lugar a cambios ni progresos similares a los propuestos por Albert Einstein

Si vamos deslazando el foco de lo más social a lo más individual, el Síndrome de Solomon es, desde mi punto de vista, una señal de alarma: la fiebre que nos indica que nuestra salud psicológica no es todo lo equilibrada que debiera ser a partir del momento en el que la crítica o la envidia del otro tiene más poder sobre nosotros que nosotros mismos. Nadie se imagina a sí mismo decidiendo sobre su vida en base a lo que piense el vecino; y aún así, tristemente, lo hacemos. Resulta entonces que nuestra sociedad no está mayormente integrada por personas suficientemente seguras de sí mismas como para, llegado el caso, ser capaces de concebir lo inconcebible.

El miedo a destacar, a ser juzgado o a ser diferente nos lleva a prescindir de nuestra autenticidad. Estos temores sacan lo peor de nosotros mismos. De ellos se derivan, entre otros, fobias sociales más o menos acentuadas, problemas de asertividad, rigideces cognitivas y dificultades para expresarse en público. La receta terapéutica no es sencilla ni milagrosa pero sí altamente eficaz: asumir nuestras limitaciones, entender con empatía las frustraciones de otros, contextualizar sus opiniones, cultivar la autoestima, armarse de valores sólidos y perseguir objetivos intrínsecamente relevantes. ¿Nos ponemos a ello? Lo planteo incluso como una cuestión de responsabilidad social.

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Mientras tanto me quedo con uno de esos brotes verdes que a uno le gusta pensar que siempre seguirán surgiendo con autonomía, incluso cuando alrededor no se dan las condiciones óptimas para ello: Kurt Cobain con su genuino “se ríen de mi porque soy diferente pero yo me río de ellos porque son todos iguales”.

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