Pablo Iglesias en La casa de Bernarda Alba

En los versos y obras que Federico García Lorca escribió podemos ver claras comparativas y referencias con la situación que muchos de nuestros políticos están viviendo en la actualidad.

Mario Garcés. 02/10/2019

«Yo. Con el hueco blanquísimo de un caballo. Rodeado de espectadores que tienen hormigas en las palabras». Versos del poeta, aquel que dejó la luz reciente para entregarse solo, con su caballo azul, en una madrugada en Víznar. Son versos de Federico García Lorca, el mismo que hace ahora un siglo exacto llegó, como canta el gallo, con su piel seca de uva neutra y amianto de madrugada, a la Residencia de Estudiantes en Madrid. Plaza pura y doblada, nada volvió a ser igual para el poeta, del mismo modo que Madrid ya fue también diferente a partir de aquel momento.

Entre sus huecos, entre los muertos que comen, así en Nueva York, pero también en Madrid, el poeta recorrería la Carrera de San Jerónimo y echaría cuentas del circo frío de capiteles rotos que componían sus señorías. Cien años después, ignoro si Pablo Iglesias es lector de devoción lorquiana o los juegos de tronos perturban la comprensión de la literatura nacional, pero vive ya, aunque no lo quiera, entre las tinieblas de La casa de Bernarda Alba. Y todo con aprecio sea dicho.

El Congreso de los Diputados se ha convertido en La casa de Bernarda Alba, donde cada diputado cohabita, observa y espía todo lo que pasa a su alrededor y en los despachos

La casa de Bernarda Alba, una perfecta comparativa con la situación política actual

El hemiciclo, como la casa, es un espacio protegido frente a los otros que murmuran, que acechan, que observan impíamente detrás de las verjas de la Carrera de San Jerónimo, y que pueden actuar como enemigo: «Si las gentes del pueblo quieren levantar falsos testimonios, se encontrarán con mi pedernal» (Bernarda Alba/Pablo Iglesias). Se observa que en ese espacio, las hermanas/Diputados del grupo parlamentario se convierten en extraños que cohabitan observándose, que se espían porque se temen, de modo que cada habitación/despacho cumple la función de extrañamiento, y donde cada uno de los personajes recela de los otros, convirtiendo la casa/hemiciclo en un microcosmos de esa geografía maldita de delaciones y deserciones: «Interés o Inquisición. ¿No estabais cosiendo? Pues seguir. ¡Quisiera ser invisible, pasar por las habitaciones sin que me preguntarais dónde voy!» (Adela). Quieren salir, volcarse en el yo exterior, buscar a Pepe el Romano/Errejón, huir de la opresión pero no pueden, y aún así, se miden unos a los otros.

Hasta el punto la tensión interna es incontrolable, que el miedo campa a sus anchas, así en la casa como en la Cámara: «Yo no puedo hacer nada. Quise atajar las cosas, pero ya me asustan demasiado. ¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta en cada cuarto. El día que estalle nos barrerán a todas» (Poncia/Echenique). Pero el derecho a disentir de la disciplina se va reduciendo cada vez más: «Cada uno sabe lo que piensa por dentro. Yo no me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar» (Bernarda/Iglesias). Inexorablemente, en el drama, y a lo peor también en la Cámara, todo estalla al final porque vencen las posiciones individualizadas, así es la microfísica del poder cuando se diluye, pues la red ya no está cosida con un tejido común, sino que se abre en espacios que no se pueden hilvanar. Y, así ocurre, como una realidad más metafísica que poética, y es que no son tiempos para la lírica. «No pasa nada por fuera. Eso es verdad. Tus hijas están y viven como metidas en alacenas. Pero ni tú ni nadie puede vigilar por el interior de los pechos» (Poncia/Echenique).

Cuando el poder no da su brazo a torcer, las posiciones individuales estallan, haciendo que el poder se diluya y no se vuelva a juntar

«Ya no soy soy, ni mi casa es ya mi casa»

La casa/hemiciclo se convierte de esta manera en un territorio despoblado, proscrito, un espacio imaginario de resistencia y, a su manera, de rebeldía inversa: «Todo el pueblo contra mi, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado» (Adela).

En todo caso, recuérdese que en la obra de Lorca, y si seguimos el ejemplo, en la actualidad política, no es necesario tapiar puertas y ventanas para no ver lo que ocurre en la calle, pues nuestro poeta ya describía Nueva York como «un ejército de ventanas, donde ni una sola persona tiene tiempo de mirar una nube o dialogar con una de las deliciosas brisas que tercamente envía el mar, sin tener jamás respuesta». Tampoco «Doña Rosita la soltera» quiere salir de sus «cuatro paredes», pero cuando lo hace, no quiere que nadie la vea: «Ha empezado a llover. Así no habrá nadie en los balcones para vernos salir».

 

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La alegoría del poder de La casa de Bernarda Alba se condensa en dos versos postreros de su «Romance sonámbulo»: «Pero ya no soy yo,/ni mi casa es ya mi casa». En esa geografía del poder absoluto, no es el grito de Bernarda Alba/Pablo Iglesias el que atormenta y mortifica a las hijas, hasta vaciarlas de identidad, sino que el poder en si mismo se interioriza, cualquiera que sea el referente del terror, hasta convertirse en un poblador más de la casa. La propia organización de poder, la disciplina, el miedo ha desarraigado cualquier conato de libertad. De hecho, si la libertad estalla, como no están preparadas las estructuras de poder de los partidos, estalla hecho añicos el propio partido.

La muerte de Adela reafirma el funcionamiento social: «Nunca tengamos este fin». Pero el fin parece inminente, tan inminente que solo quedan los versos del poeta en Manhattan: «No, no me des tu hueco,/¡que ya va por el aire el mío!/¡Ay de ti, ay de mí, de la brisa!/Para ver que todo se ha ido». Palabra de Lorca.

*Foto principal: @europapress Twitter.

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