La posibilidad de que seamos cada día más tontos
El abuso de la tecnología ha debilitado nuestra capacidad para leer en profundidad y ha convertido al ser humano en meros descodificadores de información.
Pensar lo que se dice. Decir lo que se siente. Pensar lo que no se debe decir. Son tiempos en los que, por el contrario, no se piensa lo que se dice, se dice lo que no se siente y no se piensa lo que no se debe decir. Aunque parezcan juegos de palabras, encierran las tres afirmaciones una síntesis del pensamiento crítico y de la reflexión pura, en un momento en el que el aturdimiento colectivo, el sentimentalismo mórbido y el populismo de quinta copa a las tres de la madruga nos condenan irremisiblemente a una era en que la estupidez se abre camino pomposamente.
Como si nada. Como si la inteligencia fuera un bien despreciable y la incultura aderezada con la mezquindad un valor al alza en las sociedades que han sustituido el punto G por el 5G. Cada vez son más los casos en los que adviertes que los que opinan lo hacen de oídas, porque de leídas es imposible que se pueda alcanzar tal nivel de idiocia.
Se polemiza para derrotar al oponente
No se cuestiona, pues, el desacuerdo político ni el pluralismo ideológico que es connatural a la especie humana. Por el contrario lo que sorprende es que cuando se comienza a discutir sobre un asunto se comprueba que alguno de los hispanoparlantes no sabe de qué habla, más allá de la necesidad de polemizar para derrotar al contrincante.
Y eso que se presume que todos tenemos más tiempo para leer, para reflexionar y hasta para escribir, porque ya no tenemos que salir a cazar para comer, ni tenemos que acarrear nuestra ropa sucia al lavadero colectivo, como Almodóvar o yo mismo. Ni siquiera tenemos que cortar leña para prender fuego a la lumbre de la chimenea, a no ser que nos demos de «Cincuenta sombras de Grey» cañí y españolazo, con alfombra de leopardo como en las películas calientes de la Transición.
Tenemos más tiempo, pero igual somos más tontos
Por el contrario, tenemos unos dispositivos en las manos que nos corrigen curiosamente nuestras palabras, a veces para formalizar faltas de ortografía. Unos ordenadores que nos permiten conocer y desconocer todo el mundo. Unas televisiones que nos dicen lo que tenemos que pensar en muchas ocasiones. Pues bien, si tenemos más tiempo que hace media centuria para el estudio y para la lectura, si tenemos mejoras nutricionales y sociosanitarias, y paralelamente disponemos de más medios para acceder al conocimiento, lo lógico es que cada vez fuéramos más inteligentes.
Sería lo lógico. Y todo hacía pensar que era así porque hasta hace dos décadas nadie cuestionaba el «efecto Flynn». Tomado del investigador James R. Flynn, sus estudios revelaron que los norteamericanos incrementaban sus coeficientes de inteligencia desde 1932, a la vez que lo hacían en otros 32 países. Todo ello fruto de una mejora sostenida de la calidad de vida de los terrícolas.
Existe una progresiva caída de las puntuaciones de inteligencia
Sin embargo, en los últimos años, estudios de investigadores nórdicos confirman un cambio de tendencia que encamina a las sociedades al umbral mínimo de la estupidez humana. En un artículo publicado en la revista Intelligence en 2016, el antropólogo británico Dutton ponía de manifiesto que en Finlandia y en Dinamarca se estaba produciendo una caída de las puntuaciones de inteligencia en un entorno anual de 0,25 por ciento. Dejando razones genéticas aparte, y de modo estrictamente instintivo, el abuso generalizado de las nuevas tecnologías parece ser un factor determinante de esta devaluación intelectual.
Entre la consola y el móvil, es fácil caer en la morfina de la oxidación del cerebro en un mundo donde prima la inmediatez y la eficiencia. Como señala la psicóloga Maryanne Wolf, en estas circunstancias «se debilita nuestra capacidad para leer en profundidad y nos convertimos en meros descodificadores de información». Además, aquella inteligencia cristalizada que retenía datos e información práctica se ha sustituido por la emergencia de las nuevas tecnologías. No en vano, hace treinta años sabíamos sin rechistar el número de teléfono de nuestras parejas. Hoy en día, dudo que nadie lo sepa porque ha sido reemplazado por un mero botón de identificación en cualquier dispositivo electrónico.
De esta salimos más gordos y más tontos
Sería, no obstante, injusto e inexacto científicamente concluir que las nuevas tecnologías son perniciosas para el desarrollo del intelecto humano. Y sería injusto porque cada «homo digitalis» puede reaccionar de manera diferente a los estímulos de información que recaba de las redes y de la mensajería. Huelga decir que quien está atrapado a un chat de gregarios y hooligans políticos, solo puede esperar de ese espacio de promisión informativa espumarajos y argumentos sin escrúpulos. Allí no hay nada que hacer. Son tontos sin remedio.
Y, por último, la alimentación evidentemente. Era Sender el que jugaba con las palabras: «¿Cómo como? Como como como». En un experimento reciente realizado sobre ratones y publicado en el «Journal of Neurosciencie» el exceso de grasa corporal afectaba al funcionamiento normal del hipocampo, básico para la memoria y el aprendizaje. Vamos, que la obesidad incrementa el declive cognitivo. Y ahora más en eras de confinamiento pandémico donde se han perdido las escasas buenas costumbres alimenticias cada vez que nos amenazan con castigarnos encerrados otra vez. Que va a ser que de esta salimos más gordos y más tontos.