La Navidad es un periodo de ficción emocional, de exaltación sentimental o de tortura interior, según el caso; de encuentro y de pérdida; de potencia, pero también de impotencia; de presencia y de ausencia, de ruptura de lo normal para aproximarnos a lo anormal, a lo que no somos ni podemos ser cada día. En definitiva, la Navidad es como una película de Pedro Almodóvar, en la que por momentos sientes fascinación artística, y por momentos recelas por su imposible gestualidad y por su inmanente impostura. Puede ser tan cautivadora o, en cambio, tan indigerible como una cena de Nochebuena, sin estación intermedia. Manierismo más controlado de lo que parece, donde el puntillismo del frenesí lo convierte a veces en una calumnia visual a los ojos del espectador experimentado.
Dolor y Gloria, su última película, transita los conflictos del alma y del tiempo, y, como siempre, parece que lo hace a gusto de los traumas infantiles de su director. O no, porque el personaje ha podido devorar al director en algún momento de su vida. Únicamente la escena femenina y feminista del río para nostálgicos del jabón hecho a mano y para mitómanos de Rosalía, vale una y mil entradas. Lo demás puede ser hermosura o trampantojo, verdad o mentira, exceso o defecto. En todo caso, cine.
Almodóvar fue transgresión, incluso para sus múltiples detractores, en una época en que el caballo era heroína y el sexo desprotegido a media noche en un club de Chueca una invitación al suicidio. Eran los ochenta redentores, una década que permitía que Tejero recorriera como Marte los adoquines de la Carrera de San Jerónimo, mientras a doscientos metros dos transexuales cualquiera de vida doble custodiaban lo mejor de su secreto entre negros y rojos, como Stendhal, en cualquier pasillo en dirección a cualquier baño. Paradojas del esperpento español, la democracia fulgente de aquellos días impidió que el comando militar postrase a España de nuevo en el rincón del olvido histórico, el mismo rincón al que quieren llevar a este país algunos de los diputados legítimamente elegidos cuarenta años después.
Todo lo que era transgresión se ha convertido con el paso del tiempo en regresión oficialista. De aquel empleado de Telefónica, acunado entre mujeres en Calzada de Calatrava, y que hizo la comunión en un pueblo monegrino de Huesca, Poleñino, por mucho que en mi provincia no lo sepan, ha quedado un inmarcesible eterno retorno, como si el presente fuera un definitivo ajuste de cuentas con su pasado íntimo.
Lejos quedan lo tacones que embravecieron las pantallas en 1991 y que culminaron el paso a la vida artística adulta del manchego. Cuando supe que su ultimas película se iba a titular Dolor y Gloria pensé que debía ser la segunda parte de Tacones lejanos, porque pocos complementos o prendas como el zapato de tacón alto concitan la conciencia sadomasoquista del sufrimiento y de la seducción. Dolor y Gloria. Fue Salma Hayek quien asestó la frase conclusa más sincera y menos políticamente correcta que se recuerda sobre el uso de los zapatos de tacón: “Si no hubiese sido por mis tacones altos, seguiría en Coatzacoalcos y tendría 10 hijos”.
Ignoro qué piensa Almodóvar sobre el uso de los tacones en la actualidad, cuando el MeToo japonés denominado KuToo, nacido hace apenas un año, tiene como finalidad acabar con la exigencia empresarial y funcionarial de que las mujeres lleven tacones para trabajar. La expresión “KuToo” procede de la conjunción de dos voces japonesas: “kutsu” (zapato) y “kutsuu” (dolor). Y, como siempre, la progresía internacional de gatillo fácil y de coherencia corta, aquella misma patulea que hizo del tacón su destino de efímera belleza, ha decidido pasear sus pies desnudos en señal de protesta en diferentes alfombras del mundo: Julia Roberts, Kristen Stewart, Uma Thurman o Bianca Balti. De conversos está plagado el mundo, pero, al menos, harían bien en reconocer su conversión militante, tan voraz como el furor intransigente de un ex fumador.
Para el feminismo de calzado cómodo, hay que recordar que el tacón fue un invento ideado para el hombre. Las plataformas eran utilizadas por efebos en la antigua Grecia, por los jinetes que combatían a caballo en el Lejano Oriente y hasta por los venecianos del siglo XV que utilizaban alzas como zancos para andar sobre los canales. Y para colmo de males, fue el Rey Sol en Francia quien en el siglo XVII, antes de que naciera Sarkozy, lo empleó para elevar talla pues su estatura era pírrica y escasamente regia para su imperio. Luis XIV pasaría por ser, a los ojos de la modernidad mundana, uno de los pioneros de la estética “Drag Queen”, dicho con todo el aprecio posible.
Cierto es que con la caída de los años, los chinos acostumbraron vejatoriamente a vendar los pies de sus hijas para hacerlos pequeños, de modo que las convertían en siervas con muñones. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, no hay escena doméstica en una cocina en Estados Unidos donde no se vea a la madre ejerciendo de cocinera erecta sobre unos incómodos tacones de aguja, porque hasta entre sartenes y harinas, la mujer debía ser deseable.
Dolor y Gloria. Dolor en los pies y gloria en la satisfacción de los patrones de belleza. Entonces, ¿son los tacones un símbolo de opresión de la mujer o una señal de emancipación si se usa a discreción y de manera voluntaria? ¿Son los tacones un miriñaque que somete brutalmente a la mujer o son una alternativa de libre elección para quienes desean utilizarlos? ¿Melanie Griffith o Sigourney Weaver en Armas de Mujer? ¿Julia Roberts en la convencional y almibarada Pretty Woman o Julia Roberts activista treinta años después en cualquier alfombra de un festival de cine? ¿En la ficción vale el uso del tacón, porque es ficción y no realidad, a pesar de ciertos discursos de pensamiento totalitario y único que confunden las pretensiones creativas con los dogmas imperantes? ¿Sería posible volver a rodar Tacones lejanos en una época en que la disidencia inteligente se ha convertido en el mayor enemigo de la libertad, incluso la de pensar y rodar? Quizá Almodóvar, el de McNamara y el de Patty Diphusa, tenga las respuestas.
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