Tenía yo por cierto que aplaudir, en ciertas épocas y en determinados ámbitos, era ejercicio de pobre y de gregario, pero hete aquí que, en la modernidad, quienes cobran por aplaudir en el presente son los ricos. Y me ha cogido este Fin de Año con este traspiés intelectual, cuando leí recientemente que los jugadores de fútbol del París Saint Germain cobran por aplaudir a su afición al final de los partidos, pues cláusula contractual es.
Y no una gratificación menor toda vez que hay quien llega a ingresar 375.000 euros por esta actividad manual. Neymar ni menos. Estaba mi pensamiento liberal asimilando este nuevo concepto, buscando una explicación rudimentaria a esta transacción, cuando vino a aclararlo el propio club, al señalar que es una condición impuesta, bajo compensación económica, para cumplir con el código ético de la institución.
A punto de la parálisis, buscando respuesta entre los dientes, llegué a la conclusión de que quien pone precio a los comportamientos éticos, carece completamente de ética. «Todo necio confunde valor y precio», a decir de Antonio Machado, pues no es baladí recordar que la ética es un valor originario, que no puede convertirse en vulgar compraventa y que no se puede retribuir con pecunio.
Recomiendo entonces que se revisen los convenios laborales y los complementos en la función pública, para incorporar una prima mensual por saludar correctamente a tu compañero de despacho, que gesto es también de amabilidad y civilización. Y es que hace tiempo abandonamos la urbanidad por el urbanismo a mayor gloria de los mercaderes del nuevo mundo.
Todo empezó seguramente con Nerón, donde la ética ya palidecía a la sombra del fuego de Roma. El emperador llegaba a pagar hasta a cinco mil personas para que le aclamasen cuando irrumpía en el Coliseo. Los antiguos romanos eran expertos en el oficio del aplauso y de la aclamación. Dos formas de aplaudir existían: el «imbrex» que era aplauso ahuecando las manos, y la «testa», que suponía batir palmas con las manos planas. No se había inventado todavía el aplauso «Antonio Banderas«, con tres dedos, al modo que le hizo famoso en los Premios Emmy este año. Y es que el malagueño es simbiosis de aristócrata romano y de pantocrator, con tres dedos, como «Los tres músicos» de Picasso.
Y así hasta la «claque» profesionalizada del siglo XIX, que se nutría a través de verdaderas agencias de colocación, antecedentes, sin duda, de nuestro Servicio Público de Empleo Estatal. En la modernidad de los cursos de formación con aspersor financiero comunitario, sería recomendable que entre las titulaciones universitarias, además de la de «youtuber» se incluya la de «aplaudidor», que la oferta en las televisiones, en los teatros y hasta en centros de representación política está creciendo exponencialmente. Eso sí, con las debidas especialidades: reidores, llorones, biseros y comisarios.
No en vano, en el teatro decimonónico, había reidores versados en momentos cómicos, llorones peritos en situaciones dramáticas, biseros de pulmón encendido que jaleaban la repetición de la función y comisarios que memorizaban la representación para advertir a los disciplinados aplaudidores del momento en el que había que aplaudir. Es imaginable que se agotarán las matrículas para la titulación de comisario, si Villarejo lo permite.
Y así llegamos al final de año. Si Alicia regresase, no necesitaría atravesar el espejo sino que le bastaría con asomar su cabeza a la ventana. En un mundo en el que el mérito y el trabajo se llegan a penalizar, en el que la diversidad es molesta, en el que la honestidad es un valor efímero y obsoleto y en el que reinan los desprejuiciados y los depredadores, no hay muchas salidas. Es un mundo en el que se quiere comenzar con el aplauso, antes que con la capacidad y con el esfuerzo. Un mundo de aplausos enlatados y risas predispuestas, porque tanto los aplausos como las risas son contagiosas. Y a los españoles nos gusta aplaudir y ser aplaudidos.
No en balde el aplauso más largo de la historia lo recibió Plácido Domingo el 30 de julio de 1991, tras interpretar el «Otelo» de Verdi en la Ópera estatal de Viena. Ochenta minutos. Hay quien asesinaría por batir ese récord. Será cuestión de que se pongan a trabajar.
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