España se ha transformado de un tiempo a esta parte en un país de pasado imprevisible y de presente probable. La historia ha sucumbido a un océano de sentimientos tramposos en la que todo puede llegar a haber ocurrido aunque realmente no haya sucedido nada.
Cuando las emociones reemplazan a la realidad, no hay vestigio de hecho que no pueda ceder a la morbidez de las emociones. Todo debió ocurrir aquel día aciago en el que alguien tuvo la desafortunada idea de combinar dos palabras imposibles para alear en metal memoria e historia.
La expresión “memoria histórica” es una contradicción en sus propios términos porque la historia debería partir de evidencias y hechos incontrovertibles y no de memoria; que no es sino un diluyente conmovedor y doméstico desde el que cada individuo libremente reescribe su vida pasada.
Es más, cuando ya los dueños del pensamiento único toman el rumbo de hablar de “memoria colectiva” no queda sino refugiarse en la torre de la libertad individual. Todo para evitar que nadie pueda decidir mi pasado ni mi percepción del mismo. Cuando el pasado es un imprevisto no clasificado y el futuro una previsión en el calendario de cualquier autócrata, el tiempo deja de tener la lógica natural con el que Dios lo creó.
Barcelona es esa ciudad que transita desde las laderas del Tibidabo hasta la necrópolis de Montjuic; entre Teresas, pijoapartes, detectives en la Boquería y guiris sin camiseta. El pasado fin de semana allí tuve un momento de sentida nostalgia y quise, a título individual, como se debería hacer todo, recomponer mi historia sentimental con la ciudad.
Como una novia sempiterna, Barcelona para mí ha sido un lugar de entrada y salida constante, el infinito espacio de ida y vuelta. Y, en plena conversación nocturna en aquel mítico lugar donde Loquillo en su viejo Cadillac miraba la ciudad a sus pies, me di cuenta de que todo había cambiado mucho. Hasta el punto que no recordé por un momento la primera vez que visité la ciudad; que es algo parecido a no recordar cuándo vi por primera vez a una novia o cuándo le di el primer beso.
Todo vino a cuento de una conversación que había tenido lugar por la mañana a propósito de los momentos que cristalizamos en la mente. Esos que nos indican el lugar en el que estuvimos en un instante de la historia. La muerte de Franco, el intento de golpe de Estado del 23F, los atentados del 11S, los atentados del 11M o el día de tu boda.
Comprobé cómo la conversación discurría como una relatorio de impresiones cruzadas sobre la vida en aquel momento de cada uno. Mientras, yo intentaba recordar cuando fue la primera vez que pisé Barcelona. Y es que imagino que soy un nostálgico y que el amor tiende a devolverte a tu pasado, al que fue y al que pudo ser.
He conocido Barcelona en el backstage del Molino; presidiendo con el nacionalismo local la inauguración de las atarazanas en plena gresca política; y en las salas de espera de Barraquer mientras se obraba el milagro de mis ojos.
También en el Palau visitando casi clandestinamente las reliquias de los antepasados de la Corona de Aragón; en el Nou Camp con mi buen amigo cura Paco rezando en el palco para que Messi no venciera a nuestro Athletic de Bilbao en una final de copa; y en otras circunstancias que mi memoria se reserva a buen recaudo y que forman parte de mi nubosa biografía sentimental. Pura nostalgia.
Unos días antes en una jornada en El Escorial en la que participé, hablando con unos jóvenes, me di cuenta que transportamos cada generación nuestros propios verbos. Mi verbo continuo era el pasado simple y el de los jóvenes el presente, más compuesto que el mío.
Cuando abusamos en nuestra sintaxis del pasado es que comenzamos a ser un pasado andante con necesidad de contar a los demás lo que fuimos. Y aquí juega un papel fundamental la memoria de ese pasado que quizá comienza a ser imprevisible también como individuo.
Y comienzo a tener dudas de que los hechos fueran como los narro. Porque de tanto pincelar el relato ha podido en algún caso vencer el escritor de novela al historiador. Mi biografía sentimental debe comenzar a ser líquida y quizá requiera una ley trans solo para mí.
Ese fin de semana con Albert Boadella recordábamos en un restaurante en Sarrià todo lo que fue y todo lo que ahora es y lo que no es. También lo que pudo ser. No somos morbosos de la crítica retrospectiva del pasado; allí donde los mediocres se encelan en no buscar respuestas presentes.
Mientras apurábamos la última copa de vino, y nos apremiaban porque era el turno de nuestras intervenciones, volví a pensar en el pasado feliz de una Cataluña de teatros abiertos, de cabaret, de novelistas, periodistas y pintores ebrios de creatividad. De mar a medianoche y de gótico al atardecer, de catedrales con ojos de buey, de mercaderes y contables, de obreros de traje de domingo a misa preceptiva, de cines de Javier Tomeo, de intrigas en la rambla, de amores burlados en el Merbeyé.
Albert y yo sonreímos. Porque esa Barcelona que es memoria y que es historia no nos la quitará nadie. La vivimos y la sentimos. Nadie podrá pedir la independencia de nuestra memoria. Y, como ocurre con los buenos amantes, siempre idealizaremos lo que nos hizo felices.
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