Treinta y cinco años no es nada. Del “Teatro Principal” de Zaragoza al “Teatro Bellas Artes” de Madrid el pasado fin de semana, apenas dista una vida. Y sin embargo, Mario seguía fiel a su ataúd y Menchu, ya Lola Herrera para siempre, le larga las cuarenta a su marido por compasión. O por deber. O por amor. Delibes con su escopeta nacional dispara verdades incómodas e inmisericordes muchos años después mientras los “progretas” de platea ríen el discurso convencional e irreverente del franquismo social. No se aclaran.
“Cinco horas con Mario” es la novela de un adulterio, la fotografía en blanco y negro del pequeño burgués español en su vida de provincias. Un enfrentamiento entre una mujer viva, que representa paradójicamente valores en vías de extinción, con un hombre muerto, que, al contrario, encarna los valores de una sociedad liberal y progresista. En definitiva, de una sociedad en movimiento. Carmen es un verdugo que colma con reproches a Mario, quien “pereció por tenérselas tiesas con los que mandan y ceder con los desarrapados”.
Mario es coherente con su dignidad, mientras que Carmen vive de su hipocresía, y por eso reta a su marido a ceder a las tentaciones de promesas de puestos políticos, a cambio de sobornos y colaboraciones con la prensa del Régimen. Pero Mario rehusa participar en ese espectáculo fariseo, se siente liberal hasta sus últimas consecuencias, la muerte. Mientras, Carmen está instalada en el pensamiento único y en el nacionalcatolicismo, es un paladín del orden establecido y de los peajes del poder franquista.
Por eso no puede ver a su marido como un héroe sino como un idiota de marca mayor. Carmen es, pues, una gregaria adoctrinada por el Régimen, que se apropia de la propaganda oficial como quien respira cada día, una autómata desprovista de conciencia y criterio propio.
En ese manifiesto social del Régimen hay dos verdades absolutas de la época que suscribe sin piedad la protagonista. Por un lado, el sistema de clases es un sistema bueno en esencia y no debe ser cuestionado. Y, de otra parte, la asignación de roles en función del género de cada uno. Para el primer caso, le espeta Carmen a Mario “que con la gente baja te achicarás, con lo sencillo que es darles cuatro voces y, en cambio, con la gente bien, inclusive con las autoridades, se te soltase la lengua y a desbarrar”. Para el segundo supuesto, el ideal de feminidad es “saber pisar, saber mirar y saber sonreír“ y “la mujer que sabe latín no puede tener buen fin”.
Pero ese dogma de fe, al abrigo del Concilio Vaticano II, no le impide a Carmen tener una relación extramatrimonial con Paco, toda vez que su posición de poder y su adaptación a las prebendas del Régimen, como buen arribista, le hacen acreedor de su amor, frente a la resistencia estéril del liberal de su marido.
El equilibrio de la sociedad se basa en la existencia de clases, en posición reglada de jerarquía y dominación, y que acepta la corrupción como algo normal, incluida la corrupción moral. Es el desarrollismo el que embarcó a muchos españoles en la nave de la especulación y del medro, mientras en paralelo se agrietaban todas las compuertas de la moral tradicional.
Carmen es la portavoz de las consignas oficiales, pero no por ello tiene un conocimiento de la política nacional, que en realidad desprecia. Sino que hace de esa propaganda su santo y seña para componer sus convicciones domésticas en una sociedad provinciana. Hay una dialéctica meridiana entre el inmovilismo y la intransigencia que representa Carmen, para la que no cabe tender puentes con los reformistas, y el aperturismo liberal de Mario, para el que ortodoxia y heterodoxia son meras simplificaciones intelectuales y donde la integración de las dos Españas puede reforzar el sistema, fundamentalmente en un momento de cambio.
Silencio oficial o diálogo oficioso. Algo comienza a moverse en el Régimen, avistando su fin irremediable en un sur de una Europa que bulle, de modo que también la retórica oficial comienza a cambiar. Pero Carmen no lo entiende, fiel a su paramento ideológico de soflamas bien aprendidas. Sufre el derrame esquizoide de quienes fueron programados para un pensamiento único de por vida y ven como se desparrama todo el castillo de argumentos porque los propios patrones del Régimen han de subsistir atemperando su discurso.
Como doctrina de Gatopardo, todo debía cambiar para que todo siguiera igual. Esto es, para que quienes mandaban lo siguieran haciendo. Y fácil es entender las patologías que este cambio produjo en algunas mentes monolíticas como la de Carmen. Quizá Carmen encuentra en el adulterio su propia forma de desmoronamiento moral. Eso no es un escándalo para su moral sesentona.
Pero sí es escandaloso pensar como Mario cuando llegaba afirmar en vida que sus dos hermanos, republicano uno y nacional otro, “pensaban lo mismo” y que no tenía dudas de que se podían hallar “héroes de los dos lados”. A mí me escandaliza que haya representantes políticos que hayan hecho del maniqueísmo su forma de entender la sociedad, dividiéndonos en buenos y malos, honestos y deshonestos. Lo dicho, no habían nacido pero alguno transita todavía por el viejo despacho de Mario.
Escuchando estos últimos meses algunos discursos doctrinarios, cuesta creer que haya políticos que hayan nacido en los ochenta y en los noventa, cuando rayan la paranoia intentado recordar el tardofranquismo o la transición como emblemas de su patulea de palabras. Viven su propia distopía, su irrealidad a costa de repetir como una salmodia una historia antigua que no se sabe muy bien quién les contó. Pero para narrar una historia o para urdir un relato político, sírvanse de acudir a las fuentes y de releer a los clásicos; porque presiento que tanta exposición pública y tanto tactismo 2.0 les puede llevar a alguno al más irremediable de los esperpentos.
Y esta reflexión viene a cuento de que cuando hablan, más allá del cansancio existencial que produce la indigesta proclama ideológica a todas horas, pienso que están viviendo atrapados en el despacho de Mario. No el mío, sino el de ese personaje difunto de cuerpo presente, al que su viuda, Carmen, le dedica un soliloquio único. Cinco horas en las que narra treinta años de un matrimonio fracasado. O no.
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