Navidad es tiempo de perdón y de reconciliación. Pero condición previa para el perdón es la sinceridad, el reconocimiento impoluto de que hemos provocado un daño. En Navidad o en cualquier otra etapa. Y si no hay honradez e insistimos en recrear la realidad a nuestro antojo para evitar la búsqueda de la retractación, nunca habrá perdón. Porque de esa exploración interna hacia la verdad surge el deseo natural de redimir nuestras faltas, porque la vida residente en el remordimiento y en la ira no es vida, sino que es dolor permanente.
Por esa misma razón, el perdón es un acto de coraje, que muchas veces llega tarde, pero al fin y al cabo debe llegar. Somos libres para equivocarnos, incluso libres para detestar y aborrecer a alguien, pero el odio es asolador, un monstruo que autodestruye cualquier esperanza de emancipación de la conciencia. Por ello, el perdón representa un doble beneficio: la absolución y el alivio del resentimiento de quien lo ofrece, y la exención de la culpa para quien lo recibe. El perdón es, así, un sortilegio que purifica el alma, sea lo que sea el alma.
El perdón tampoco tiene que ser desmemoria ni aceptación de la ofensa, porque el perjuicio y el dolor han existido y es posible que sigan existiendo. Tampoco tiene que ser una experiencia de raíz religiosa porque el perdón es un proceso más humano de lo que piensan los mismos dioses. Solo los medrosos y los irresolutos, tal vez los cobardes, se acorazarán en coartadas para justificar las heridas y para no hacer frente al verdadero perdón. El miedo ha sido siempre una trinchera secundaria en la defensa de los hombres.
Son personas vulnerables que no se atreven a cambiar porque derruirían toda su arquitectura de protección y de justificación de infamias que ocurrieron o pudieron ocurrir en su consciencia. Se acostumbran al dolor y al rencor, porque, en el fondo, carecen de amor y consideran que no son comprendidos. Son víctimas de su cólera y no hallarán sanación a sus heridas hasta que autoreconozcan el daño demoledor que se afligen cada día. Porque si un beneficio incontestable tiene el perdón es que dejamos de ser víctimas de nuestro pasado. El perdón es un analgésico que hace devolver la estima hacia los demás, al tiempo que permite recuperar la autoestima sobre uno mismo.
Pero es algo más que un analgésico, porque el resentimiento es un cáncer silencioso que gangrena nuestra savia vital, nuestra salud y hasta nuestra energía. Investigadores de la Universidad de Wisconsin-Madison y de la Universidad Rockefeller en Nueva York certificaron empíricamente que la falta de contrición y de perdón son causantes de múltiples enfermedades: aumento de la presión arterial, enfermedades cardiacas, pérdida de memoria, migrañas, neurosis, disfunciones gastrointestinales, dolores crónicos de espalda y hasta dos de cada tres casos de artritis está asociado al fenómeno de la intransigencia y de la negación del perdón.
La resistencia al perdón es un facilitador de la ansiedad, allí donde los terrores crónicos devoran nuestra memoria; es también un catalizador de la ira, una úlcera emocional que agita la venganza para personas que no logran vencer sus sentimientos de indefensión; como a su vez es un fermento de la depresión, como forma de vida basada en la resignación; y es un agitador de nuestro hipocampo que degenera físicamente hasta alcanzar el estrés.
La máxima expresión y único sentido del perdón, según Derrida, es que deba perdonarse lo imperdonable, incluso cuando la ofensa haya sido monstruosa y cuando ni siquiera haya existido arrepentimiento por parte del victimario. Es más, surge a menudo la pregunta «¿Para qué lo hiciste?» porque nuestra racionalidad instrumental siempre busca fundamentos cabales a cualquier acción, incluso a aquellas que nos violentan los sentidos.
Buscamos explicaciones, incluso entre los ángulos oscuros de lo absurdo, para comprender la raíz del mal y amasar así la técnica del perdón. «Quizá si lo entiendo pueda perdonarle». Pero sería un error apreciable supeditar el perdón al entendimiento de la causa del agresor, porque las razones son subjetivas y el daño objetivo. Nada ni nadie puede restaurar el pasado de lo acaecido, ni siquiera los que quieren restaurar el futuro. Tiempo de Navidad. Tiempo de perdón.
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