Solo falta una plaga de langostas. Y no es recurso sarcástico, ya que los apologistas del Apocalipsis, al tiempo que se comenzaban a sentir los primeros indicios de la pandemia sanitaria, advirtieron de una posible llegada de insectos devastando África e incluso el Sur de Europa. Estoy convencido que España no podría resistir otra plaga. Aún a pesar de que de un tiempo a esta parte hay una plaga mayor que asola nuestro país y que forman las alimañas de la mediocridad y la envidia.
Se trasladan agrupadas en bloques destructivos y arrasan con la razón, el conocimiento, la reflexión crítica y el pensamiento lógico. En este hábitat parasitario, no debería sorprender que la Gaya Naturaleza haya despertado de golpe a fuerza de nieve y granizo. Y tampoco que haya convertido la meseta castellana en una gran pista de hielo, donde todo se hiela, hasta las ideas.
Cuando Filomena llegaba a España me encontraba recorriendo los valles del Pirineo aragonés, a sabiendas de que ni el Yeti americano, el Basajaun vasco o el Yowie australiano me iban a salvar de la posible hipotermia a la que nos exponíamos. Por un momento pensé en mi infancia. Allá por los años en que a Franco no lo habían inhumado todavía y algunos pretendían que fuera inmortal. En aquella época existía la banal idea de que el mundo era inaprensible, inabarcable, inmenso.
La primera revolución industrial supuso un avance sin procedentes en la reducción de distancias. Fue mediante la extensión de las vías ferroviarias y la irrupción de los vehículos de motor por carretera. Y la llegada a la Luna hace cincuenta años nos hizo alcanzar la mayoría de edad planetaria para darnos cuenta realmente de lo insignificantes que éramos. Las fotografías que se tomaron desde los cohetes lunares mostraban que el planeta Tierra era un pequeño punto azul en el firmamento. Lo que equivale a reconocer, como señalaba el gran Delibes, que 100.000 millones de otras galaxias pueden albergar, cada una, cientos de miles de sistemas solares semejantes al nuestro. Como la canción, algo chiquitito.
Así fue como durante muchos años el hombre olvidó que tenía piernas para andar. Los pies se convirtieron en terminales corporales para embragar, desembragar, acelerar y frenar. Como dijo González Ruano, el hombre del siglo XX había perdido la alegría de andar. Pues bien, el hombre del siglo XXI ha descubierto que sus manos son dos extremos que abarcan el mundo a golpe de click. O al menos, eso creen.
Porque no hay nada más lejos de la realidad. La voracidad de las corporaciones tecnológicas, el ruido embravecido e insoportable de las redes sociales, la sociedad de la desinformación, la morbidez narcisista de las fotografías y el gregarismo hacen que seamos meros peones de una partida de ajedrez en la que no somos responsables de nuestros movimientos.
Por esa idiotización sociológica producida por la abducción de la Iglesia del 2.0, resulta que nos habíamos olvidado que la Naturaleza existe. Y que se envilece, más si cabe cuando ha sido desvalijada. Entre la rapacidad del mundo infantil de los “me gusta” hasta la desidia y el abandono hedonista de una parte de la sociedad española, nos ha cogido una copiosa nevada, como las de antes.
Que haya negacionistas del cambio climático a pesar de la nieve es algo que precisamente no se puede negar. Ni prohibir. Pero es una imprudencia negar lo evidente, lo demostrable, lo mensurable empíricamente. Llevamos mucho tiempo devorando nuestros recursos naturales sin posibilidad de reposición, a sabiendas de que el final era previsible. Si el final era conocido y caminábamos indefectiblemente hacia él, no queda duda de que nuestra escala de valores se había degradado. Por desgracia, es la misma escala pírrica que rige el mundo contemporáneo.
El hombre, desde que es hombre, siempre se ha dedicado a enmendar la plana a la Naturaleza. Lo ha hecho precipitando muchas veces decisiones utilitarias, porque lo que hoy puede ser útil mañana quizá no lo sea. De otro modo, y valga el juego de palabras, apenas queda Naturaleza natural. Porque ésta ha dejado paso a una forma de Naturaleza subsidiaria, recreada, poseída. Por eso hay que decirlo alto y claro, por mucho que le pese a los negacionistas. El medio ambiente en el siglo XX ha sido la víctima propiciatoria del progreso humano. Llegado a este punto, como decía Alain Hervé, si a estas alturas queremos conservar la vida, habrá que comenzar por cambiarla.
Y si fuera poco, las acémilas de la locura ocuparon el Capitolio, en una combinación distópica entre “Resacón en las Vegas” y los taparrabos de “Borat”. Me ofrezco de guionista de la próxima entrega de Torrente ocupando la Moncloa. Siempre que se cuente para el rodaje con Paco Porras, Marianico el Corto, el señor Barragán y Quique San Francisco, y para el maquillaje y la peluquería con los tramoyistas de Trump. Son los émulos de Búfalo Bill y compañía en versión carpetovetónica nacional. Mientras trato, nieva y hiela. Los más salerosos en el arte de la comicidad dicen que es la maldición de la exhumación de Franco. Otros entienden que tanto “Resistiré” no podía desembocar en algo bueno.
Pero las últimas palabras tienen que ir destinadas a los hijos de un Dios menor que no abandonaron sus pueblos y que ahora se les recuerda como pobladores de una España vaciada. Fue Delibes, el del centenario, el que los recordó con la maestría característica del maestro: “Estas víctimas buscan en vano un hombro donde apoyarse, un corazón amigo, un calor, para constatar, a la postre, como el viejo Eloy de “La hoja roja”, que el hombre al meter el calor en un tubo creyó haber resuelto el problema pero, en realidad, no hizo sino crearlo porque era inconcebible un fuego sin humo y de esta manera la comunidad se había roto”. Y así seguimos.
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