En el imaginario colectivo, la Navidad proyecta toda suerte de evocaciones y figuraciones, muchas de las cuales nos retrotraen a un país que nunca se independiza de nosotros como es la infancia. Entre Narnia y Tabarnia, discurre un universo alternativo, imperecedero, casi una utopía en el tiempo. Y, fieles a la selección natural de las experiencias y sentimientos que almacenamos, siempre figura algún icono que nos devuelve ingrávidamente a esa etapa de nuestra vida. Podría ser Chencho perdido en la Plaza Mayor y auxiliado amablemente por un matrimonio entregado o podría ser Paco Martínez Soria armando el belén en la modernidad 2018.
Al bueno de Martínez Soria ha venido a sustituirle Santiago Segura y no quiero pensar qué habría sido de ese niño en una película rodada ahora y que el único belén que se puede armar en Madrid es el de unos atracadores sanguinarios, disfrazados de Reyes Magos. En cambio, para mí, ese tótem es el actor James Stewart, que en el tardofranquismo no se pronunciaba como lo declaman ahora la nuevas generaciones de la ESO, sino que tenía otra versión más hogareña como “Esteguar”.
No había Navidad que no emitiese en blanco y negro “¡Qué bello es vivir!”, una fábula contemporánea con la que Capra idealiza el “American way of life”, a través del personaje de James Stewart. El personaje es salvado de un suicidio, mediante la ayuda misericorde de un ángel que le hace ver retrospectivamente todo lo que ha aportado a su familia y a su ciudad, aunque no tenga consciencia de ello. La serafina, que se postula a ángel de la guarda en la película, nos da a ver cómo ha sido la vida del protagonista, a través de varios flashback. En determinadas visiones retrospectivas, Clarence, el ángel sexuado, nos muestra cómo fue la vida del candidato a suicida y, posteriormente, nos muestra cómo sería la vida de muchas personas de no haberse cruzado el protagonista en su vida, arrojando un panorama devastador.
Y ese es el dilema de la moviola. Casi como un género de ciencia ficción, el antihéroe de la película y el protagonista, al fin y al cabo, de cada uno de nosotros, practica la paradoja del contrafactual, o, dicho de otro modo, qué hubiese sido de mi vida de no haber ido esa noche a cenar, de haber ido finalmente a ese viaje o de haber aceptado ese trabajo. En la moviola de nuestras vidas, todo se fundamenta en la repetición y en la irreversibilidad, porque lo que pudo ser queda en el cosmos de las entelequias. Es más, existe cierta tendencia a la mitificación del origen, porque reconocer error en la elección nos puede conducir de la mitificación a la mortificación. Aprensión de la moviola.
La moviola era un dispositivo automático que nos permitía analizar cada jugada reiteradamente, sin más opción que detectar si el árbitro había acertado o no en la decisión. De hecho, la moviola era un triturador profesional de trencillas y corredores de línea de banda. Nada era reversible salvo la reputación de los réferis. A nadie se le escapa que hemos pasado muchas noches revisando la moviola de nuestras vidas, con más tormento que satisfacción. Es más, tengo un presentimiento cuando viajo en un avión y los pasajeros no están abstraídos con el uso de las nuevas tecnologías y es que todos estamos procesando nuestras moviolas interiores.
Incluso los hay atrapados en el tiempo, como la película de Bill Murray, siempre en el mismo día, en “El día de la marmota”, como el anuncio de Loterías de este año. En la película, el protagonista, Phil, se despierta siempre el dos de enero al ritmo de “I got you babe” y todo se repite, sin que nadie, salvo él mismo, sea consciente de la inmanente reiteración. Pero hay un principio motriz que invita al actor al cambio y es lograr el amor de Rita, a pesar de la insistencia paródica de la vida misma.
Murray deviene en diferentes estados emocionales, que transcurren desde el nihilismo, hasta el salvajismo o el hedonismo. Pero, a diferencia de la moviola, que congela la visión de la realidad, el protagonista consigue perforar el estatismo para lograr que el tiempo no se detenga nunca más y que comience un nuevo día, un tres de enero.
Pero, ¿y si aplicáramos el VAR en nuestra vida real? ¿No sería la forma definitiva de acabar con la mentira y darnos una oportunidad? ¿Acaso ya no tendría sentido el Octavo mandamiento? Puestos a imaginar, cuando se tuviese una duda sobre la veracidad de una afirmación, ya sea en el amor, en el trabajo o en la política, bastaría con rebobinar y verificar qué ha ocurrido. Seamos conscientes del alcance de las mentiras piadosas e impías y abordemos sin complejos y en plenitud un mundo de verdades compulsivas. Pero, ahora que lo pensamos, ¿de verdad estaríamos dispuestos a vivir con la amenaza del VAR? Lo dudo.
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