Dice Umberto Eco, “escribid todo lo que se os pase por la cabeza pero sólo durante la primera redacción”. Al producto del primer esfuerzo, en la literatura y en el periodismo, se le acostumbra a denominar “monstruo”, y es el resultado de expresar sin pulimento ni barniz lo que se piensa abruptamente. No hay escritor que no haya padecido los delirios del “horror vacui”, de la primera frase, de la primera palabra y hasta de la primera letra de un artículo o de una novela. La idea se atasca porque el verbo no se presta a concederle la gracia de la expresión escrita. Y la desesperación crece. Por momentos, el escritor padece la enfermedad de la inanidad y el vacío se extiende hasta bloquear el intelecto. La flaqueza del escribiente se hace mórbida cuando existe fecha y hora de entrega de cuartilla y la inspiración no llega. Incluso hay temas que anegan el sentimiento, doblegan el corazón y aniquilan el sano y cabal uso de las letras.
Hoy ha sido un caso de esos. Porque para hablar de “acoso escolar”, el sentimiento escalaba más rápido que la idea, y las palabras se refugiaban en la habitación del pánico en la que tantos niños de este país han conservado y aún conservan sus temores. Fueron otros niños los que confinaron la confianza y la ilusión en el rincón de la desesperanza. También monstruos sin compasión pero con pasión devastadora. Son lobos que amedrentan al débil, al indefenso, al diferente, a cualquiera, porque el odio es arbitrario y se proyecta sobre el primero que pasa. No tiene razón, y que nadie trate de encontrarla.
En una de las escenas de Tesis de Amenábar, Fele Martínez y Ana Torrent, envueltos en el pánico, transitan por corredores apagados con solo unas cerillas para alumbrarse, venciendo al terror o convenciendo a sus propios miedos. El protagonista ahuyenta el pavor, entre lumbre y lumbre, narrando el cuento La princesa y el enano de Oscar Wilde. Originalmente, el cuento se llamó El cumpleaños de la infanta y habla de Margarita Teresa de Austria, la más Menina de todas las Meninas del cuadro de Velázquez. En el duodécimo cumpleaños de la infanta, actúa un enano deforme y feo, produciendo en la princesa una risa hilarante propiciada por la monstruosidad del danzante y la ridiculez del momento. En cambio, el enano interpreta la risa como una señal de enamoramiento, máxime cuando la infanta solicita más tarde que el enano vuelva a bailar para ella, pero sin la presencia de ningún testigo.
Cuando el enano radiante de amor acude presto a su cita con la infanta en el palacio, descubre en el reflejo de un espejo su propia deformidad y cae repentinamente en la cuenta que el interés de la princesa nada tiene que ver con el amor sino con la diversión frívola. El enano cae muerto, ante el descubrimiento de su propia deformidad. Cuando la princesa descubre el cuerpo sin vida del enano, muerto de amor no correspondido y de vergüenza, da instrucción para que nadie vuelva a entrar con corazón a palacio.
El relato es un ejemplo de ficción nihilista. La Infanta vive en un mundo de felicidad encubierta, en un hedonismo sin mácula, donde es líder por naturaleza de modo que tiene autoridad para seleccionar quiénes le acompañan y quiénes no son merecedores de su compañía. Carece de remordimiento o de escrúpulo porque el mayor poder, en su crueldad, es disponer a voluntad completa de los sentimientos de los demás.
Fuera de su círculo de influencia existe el otro, al que someten a un escrutinio salvaje, como si formase parte de otra especie. Si hay que acabar con él, se acaba. No es nadie y, como tal, debe ser tratado, así le vaya la vida o la muerte en ello. Despedazarlo a la luz del día, entre risas y jaleos. Destruir su autoconfianza, hasta que el corazón reviente. Así es la vida de millares de niños y adolescentes que sufren la maldad de hampones, matasietes, princesas de chalet en la Moraleja y de acomplejados con padres y madres que encubren a sus bestias, siempre que las reconozcan. Son bestias al cuadrado que esponjan la ignominia de sus hijos dando lecciones de buenos padres a todos lo demás. Imposible ser más abyecto. Son cobardes.
El 21 de diciembre del año pasado se celebró en Barcelona un Consejo de Ministros, entre medidas extraordinarias de seguridad y actos de sabotaje en carreteras y vías de tren. Aquel día quien escribe este artículo estaba allí, para sorpresa de muchos. Fue para cumplir con una invitación de mi buena amiga Miriam Díaz-Aroca quien había organizado con gran antelación una gala contra el acoso escolar en Casteldefells coincidiendo casualmente con el tabernáculo gubernamental. Era noche de lazos amarillos y de tensión subyacente. A pesar de las advertencias que recibí, cumplí mi compromiso y acudí para dar testimonio de una experiencia que conocí en tercera persona.
Después de mi intervención, accedieron al escenario una gran mujer, miss universo España, y un gran hombre, uno de los mejores modelos e influencers de este país, quienes habían padecido durante muchos años el sabotaje emocional y el escarnio de sus compañeros de colegio. Eran diferentes. Aquel día, entre confesiones y cava del Ampurdan, me nombraron capitán de la causa, su capitán, como en El club de los poetas muertos. Por ello, todos hemos de ponernos de pie sobre las mesas de nuestros pupitres y decir basta ya. El tiempo de los cobardes ha acabado.
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