Cuando un cine cierra, una parte muy importante de nuestras vidas se clausura sin remisión. Astoria, Tívoli, Capitol, y muchos más. Que en todas las ciudades, los nombres de las salas eran iguales, y no cabía la improvisación. Nombres asociados a nuestra temprana vida de matinales y noches de guardar. Cines de quita y espera, acompañado de socias anónimas o ejerciendo de autónomo con cubo de palomitas.
Películas de estreno, películas en sesión continua, películas de culto para incultos, películas para olvidar, películas inolvidables. Esos cines que forman parte de nuestras vidas, de nuestros sueños, de nuestras frustraciones, como lo fue la televisión iniciática, esa televisión con fotografías de la comunión o la de la abuela antes de que tuviera alopecia.
Porque hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana el cine era un asunto de familia en color binario negro y blanco. Una época en la que no existía el mando a distancia, acostumbrados ahora a estar un día sí y otro también con un mando único que nos controla. Una galaxia láctea en la que no existía on/off sino un botón circular de habla hispana que se peleaba constantemente con la antena en el tejado. Una televisión en la que tras el cine de noche, venía el himno y la bandera, y después, la noche entera con su carta de ajuste, ahora que la noche se ha convertido en un ajuste de cuentas. El cine de nuestros días de infancia y la pedagogía moral romboidal, cuando el sexo solo era cuestión de sábanas hasta el perfil de los hombros, y una peca desmotivada y antilujuriosa en la nuez.
Al cine se asistía, sin palomitas, de tres formas posibles: en el sofá raído de casa, en el banco corrido del colegio de curas, o en la butaca ortopédica del cine de barrio. En el sofá, contención; en el banco, distracción; y en la butaca, acción en función de la compañía. Aunque el mejor cine era el segundo, el de la patulea de críos con dedos en forma de cuerno entre el proyector y la pantalla, hasta que empezaba la película y todo era silencio. Silencio.
Silencio hasta el momento en que llegaba el punto de la película en que se producía un salto, que la tijera había obrado el milagro de la censura. En mi época del mito infantil, recuerdo que el responsable de la bovina o era muy torpe o era un adelantado a su tiempo, porque acostumbraba a equivocarse de tramo de cinta. Un error salaz, perturbador y luminoso que hacía que el cura de guardia se dirigiera furibundo al cuarto oscuro del operador libertino. Quedo en deuda con él, sea quien fuere.
También llegó el video club, en una época en la que España se dividía entre beta y VHS. Ringleras de películas en estuches de plástico transparente y roído. Los clásicos americanos, las comedias españolas, los dramas ingleses, las porno en el balde de fondo. La recomendación inmisericorde del tipo de la caja, que tenía tanto conocimiento en cine como yo en astronomía.
Después, la adolescencia y la primera edad adulta. Salas oscuras y algodón en las prendas íntimas, cuando la ropa interior femenina no cincelaba bustos allí donde había páramos. Que alguien me devuelva el precio de la entrada de “Malaventura” que no llegué a verla por buena ventura, entretenido en mi butaca. Que al tiempo Miki Molina fue compañero mío de rodaje y no me quiso compensar. Y pensar en oscuro.
El día que en “Cinema Paradiso” la cinta se fue a quemar en el mismo instante en el que se quemaba la cinta en la ficción. O el día que una madre de piel cetrina daba el pecho a mi lado a su bebé mientras Gary Oldman repasaba con su afilada lengua la sangre de su navaja en su papel sicodélico de Drácula de Bram Stocker. O el día en que mientras mutilaban orejas en “Reservoir Dogs”, dos fulanos de estrecha mollera se entregaban a mandobles con la mano abierta en la fila catorce.
Y así llegaron los multicines, que es como trocear una pizza en ocho piezas. Salas decoradas al estilo del dentista, un espacio impersonal con señalización preventiva de salida y baño interior debajo de la pantalla. Atrás quedaron ya las lámparas de araña, los vanos con esculturas, las cortinas aterciopeladas rojas o azules, el acomodador con linterna perceptiva. El cine se convirtió en arte y ensayo de autoconsumo, donde solo le faltaba al espectador subir a la sala de proyección y conectar. Hasta que el autoconsumo alcanzó las televisiones a la carta, las nuevas plataformas, el delivery en casa. Y hasta la irresistible pandemia desarmó los últimos cines vivos, allí donde ahora abren cadenas de baja costura.
En la puerta de aquel cine de barrio, donde se cometían crímenes como los del cine Oriente, ya no quedan los ecos de aquellas voces. En los pueblos, los locales se despoblaron y en las ciudades, se plagaron de probadores “pret a porter”. El último lo cerraron el otro día. Y dudo que vuelva a regresar.
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