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El día que Ramón y Cajal inventó el selfi

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Para las nuevas hornadas de seres pensantes, Ramón y Cajal puede ser una avenida a medio camino entre tu nada y la mía. Cuenta el Premio Nobel con el beneficio de la duda del revisionismo histórico rampante, pues no han hallado, por el momento, vicio inconfesable u ofensa reconocible para negarle su autoridad en el callejero nacional. Llevo pensando hace algún tiempo que, ante la parálisis general, quizá hubiese algún intrépido alcalde que optase por reordenar el nombre de rúas, avenidas, travesías y demás reductos de la comunicación viaria, de modo que pudiésemos hacer ruta por nuestro pasado.

Y hasta podríamos jugar con las esquinas, porque sería una delicia decirle al taxista, al conductor de Uber o al que se tercie, que me llevase a la esquina Gabriel García Márquez con Mario Vargas Llosa, o la esquina Cristóbal Colón con Simón Bolívar, o, puestos a imaginar, calle Venezuela con Avenida de la Libertad.

Ramón y Cajal fue pionero en muchas facetas (Foto: Legado Cajal)

Un hombre de culto

Del Premio Nobel, formado en las Escuelas Pías de Jaca como este escribidor y también hijo de tejedora como yo, se presume que era culto por formación, pero, lo que apenas se conoce, es que además profesaba, por profesor, un casi enfermizo culto al cuerpo. Llegó a describirse a sí mismo del siguiente modo: «Ancho de espaldas, con pectorales monstruosos, mi circunferencia torácica excedía de los 112 centímetros, y al andar mostraba esa inelegancia y contorno rítmico característico de los forzudos o Hércules de las Ferias». Han de saber los afanosos y sudoríficos moradores de los gimnasios que Don Santiago fue uno de los pioneros de la autoexplotación corporal sin límites, y todo porque, fiel a su estirpe navarra y su pedagogía aragonesa, tomó la decisión de cultivar su anatomía el día y hora en el que, con dieciocho años, perdió un pulso.

El culto al cuerpo

Como somos país de ingratos y nuestra sesera tiene predilección por los olvidos democráticos, de suyo es que hubiera una cadena de gimnasios con el nombre «Ramón y Cajal», que no estaría de más para regar el fluido de sangre a la cabeza en ciertos casos. Confieso que como heredero de la saga calasancia, yo también he sido presa adictiva de salones de autosacrificio y de báscula en espera.

Lo fui. Hasta el día que, corriendo en una cinta a una velocidad indescriptible, y a una décima de batir el récord del mundo de Bolt, me caí y me pegué un talegazo olímpico. Pero la trompada fue inolvidable porque el artificio mecánico continuaba funcionando y yo, como un cine de sesión continua, deslizándome por la plancha en el suelo del aparato como una sardina antes de su entierro.

La forma en la que vemos el mundo que descubrió ha cambiado mucho

Abrir los ojos

Y todo hubiera seguido así, más quemado que Márquez y Pedrosa cuando surfean los cementos de las pistas de carreras, hasta que una joven detuvo el artefacto mortal. Todo habría quedado en un mero episodio fútil y en unos días de dolor y gloria, como la película de Almodóvar, si no hubiera sido porque la joven hermosa que estaba en la cinta contigüa, pues no puedo hablar de su inteligencia ya que era una desconocida, me preguntó: «Se encuentra usted bien?»

Fue decir eso e incorporarme como un pertiguista ruso a la cinta para ponerme al instante a correr como si nada hubiese pasado. No era el tormento de mis piernas llagadas ni la sangre que brotaba por el codo lo que más me afligía. No. Era que me hubiesen tratado de usted. En eso, intuyo, debe existir una deriva de infancia pirenaica, que la vacuna contra el orgullo no está inventada.

Un precursor del selfi

Tanto le acabó gustando su cuerpo al investigador de nuestras neuronas, que llegó a fotografiarse con taparrabos, y lo que es más importante, acabó siendo uno de los precursores del selfi moderno. Cada vez que veo a un adanista de páginas de contactos e intermediarios de sexo resuelto, fotografiarse con pecho depilado y cabello de onda travoltiana, tiendo a pensar en Ramón y Cajal. Lo que me cuesta entender en ese momento es cómo han decaído en las últimas décadas las posibilidades neuronales, que la miente de los años presentes de Galapagar y de rogativas de poder borbónico, ha descendido un metro desde la cabeza hasta la cintura. Y no sigo porque ya se ha hablado de los taparrabos.

Se conservan numerosas fotos de Ramón y Cajal mostrando músculo (Fotos: Legado Cajal)

Fotografías para el recuerdo

Consérvanse álbumes completos de fotografías del científico, y en muchas de ellas se puede apreciar cómo tiende a cerrar el puño de una de sus manos. Además de ser rasgo de la tierra, producto del tesón y del empeño desbordado de estos arenales, el puño escondía el mando primitivo con el que se activaba la cámara, mientras el resto de acompañantes padecían la espera. En los años del tiempo entre costuras y el pensamiento en las cinturas, obsérvese cuán diferente es la jeta de los fotografiados un momento antes de la fotografía y un minuto después. A los aprendices de nuevas artes, les sugeriría que hagan una exposición fotográfica de esos instantes que, esencialmente, son auténticos.

Antes de la fotografía, la boca está clausurada, los dientes desalineados, las piernas distraídas. Como un ensalmo, es hacer la fotografía y, lejos de inmortalizarnos para deleite de subsistencia barata, nos damos a conocer como no somos sino como queremos que nos vean. Tras la fotografía, y lejos del «No pasarán» de otros momentos históricos, comienza en «Pásamela», los filtros de color y brillo, los recortes de ángulo y la búsqueda de las palabras necesarias para orlar la imagen. Para esto hemos quedado los hijos de Cervantes.

En el pasado también se quedaba para intercambiar fotografías

Fotos y más fotos

Y para algo más, que hay síntomas inequívocos de final de una civilización. Hemos quedado para darnos un «me gusta» a nuestras propias fotografías. Hemos quedado para pedir fotos a diferentes políticos, en azul, rojo, naranja, verde o morado, porque no deben confundirnos cuestionando la Ley d’Hont, cuando postulan la nueva fórmula electoral «una foto, un voto».

Hemos quedado para intercambiar fotografías, cuando hubo un tiempo no muy lejano en este país en el que cambiábamos cromos, en una época en que los futbolistas tenían nombre de verdad, como Quini o Dani, y los árbitros se vestían por los pies, sin VAR y con apellidos de bandera y banderín. Hemos quedado para eso. Probablemente haya que recordar que, según Ramón y Cajal, la transmisión de nuestros pensamientos se hace por contigüidad y no por continuidad. Serán los contigüos. Serán.

Mario Garcés

Político, jurista y escritor. Inspector de Hacienda de profesión, ha sido Subsecretario del Ministerio de Fomento y Secretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdad.

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