Debía ser Moisés un hombre mohíno y rabioso, a quien Dios le dio encargo de apencar con Las Tablas de la Ley. Y de Ley debía ser hosco y montaraz, pues del Monte Sinaí descendía contemplando a miles de becerros humanos adorando al ternero de oro. No era un levantador de piedras vasco pero hizo lo que un ser cabal habría hecho en este caso que es despedazar las rocas. Intuyo que, por un lado, descansó porque la carga era onerosa, pero, por otro lado, reconoció la mezquindad de su pueblo y bramó de cólera. Aquellos Diez Mandamientos fueron la receta para que el pueblo rebelde y disoluto regresase a la senda de la disciplina y de la obediencia.
No he recibido encargo de ir a buscar a la oficina de Correos de Las Tablas ningún decálogo envuelto en cartón de mensajería express. Tampoco espero la llamada, aunque los caminos del Señor son inescrutables, y en una de estas me veo predicando en los Monegros como vuelva a haber elecciones. Pero, ahora como entonces, hace falta un decálogo, porque aunque somos libres e iguales, a veces también somos irresponsables. De ahí que, aunque nos pase desapercibido o hagamos mofa de ello, y a pesar de que no haya subido a Gredos a buscar las losas, en mi opinión, son diez los mandamientos nacionales de la inversión de la culpa.
El primer mandamiento, ya en la tierna cuna, consiste en culpar a tu pareja de que el niño no duerma por la noche, al grito de «duerme a tu hijo», como si el llorón solo fuera el causahabiente de una de las partes de la cama. Y no pocos divorcios se han gestado en tan temprana estación de vida. El segundo mandamiento, en proceso de socialización educativa, estriba en hacer responsable al profesor de los suspensos del niño, pues no hay razón para los padres que explique que esa joya del Fortnite no tenga buenos resultados. Para acabar esta primera etapa de gestación de la irresponsabilidad patria, si el niño comienza a tener comportamientos antisociales y hasta ilícitos, el tercer mandamiento repercute siempre la responsabilidad en los amigos que se ha echado el fiera, además de volver a recaer en la doctrina del primer mandamiento porque «este niño ha salido a ti» o, en procesos maduros de despiece marital, «es igual que tu madre», que los suegros ya pesan a estas alturas de la relación.
Y así llegamos a los dieciocho, bien preparados para asumir las ventajas de la irresponsabilidad. El cuarto mandamiento atribuye siempre la culpa de un embarazo no deseado al otro, como si nuestro hijo, a pesar de su edad, no fuera consciente de los efectos de una coyunda sin protección. Y como ya están en edad de ser responsables administrativamente de sus faltas e infracciones, el quinto mandamiento conduce a que, si el angelito recibe una multa de tráfico, la culpa es del pérfido policía por estar allí. Y llegados al sexto mandamiento, el de los actos impuros, en el decálogo de la irresponsabilidad, si eres infiel, la culpa ha de recaer siempre en el tercero, porque el marido fementido o la esposa desleal simplemente se equivocaron. La culpa es de quien se cruzó alevosamente en la plácida vida de actividades extraescolares y de almuerzos en camada de esa pareja ejemplar sin mácula que pagaba a escote en las cenas de padres del colegio.
Al séptimo mandamiento se llega echando siempre la culpa al mensajero, porque todavía hay tarugos que intermedian entre dos personas sin saber que pagarán la dolorosa del mensaje que transmiten. Más obtusos y ciegos que el correo del Zar. Como ya hemos echado décadas en este tránsito terrenal hasta el cielo o hasta el infierno según se precie por el Tribunal de Oposición, el octavo mandamiento imputa las carencias de las personas a las que les ha ido mal en la vida a los monstruos despiadados a los que les ha ido bien, porque ya se sabe que, desde los Pirineos a la Penibética pasando por Galapagar, si eres rico es porque eres un ladrón. Por el noveno mandamiento se sabe que si hay un nombramiento para un puesto de responsabilidad en una empresa o en la Administración, a los ojos de quien competía en buena o mala lid para el cargo, el culpable y mísero es el designado y no quien le designó.
Y todo lo anterior, para llegar al último mandamiento de este decálogo entre Montecarmelo y Usera, por razón del cual si no hay niños en el mundo es por culpa de los Gobiernos. Algo tendrán que ayudar las Administraciones, pero no deja de sorprender que hasta la procreación sea responsabilidad ahora de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas. Porque debió haber un tiempo, en todas las naciones avanzadas, en que o todos eran manifiestamente responsables o cruelmente irresponsables, pues en condiciones de vida casi rayanas en la supervivencia, los niños nacían. Crisis de hedonismo no sólo de Occidente sino también de Oriente. En fin, todos los mandamientos se resumen en uno: libres, iguales y un ápice también irresponsables.
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