Que no somos lo que éramos hasta las vísperas del siglo XXI, ya nadie lo puede negar. Que las instituciones morales y que las convenciones sociales se han alterado hasta no reconocernos, ya es una evidencia irrefutable. Es un hecho empíricamente demostrable que hemos dejado de ser “homo erectus” para convertirnos en “homo digitalis”. Que hemos abandonado la siesta por el “sexting” es una realidad desprejuiciada. Y que el matrimonio ha dejado de ser una institución “hasta que la muerte nos separe” para pasar a ser una institución “hasta que esto dure” comienza a ser también un fenómeno irreversible.
Y vaya por delante que admiro a quienes mantienen la vela encendida del matrimonio durante toda su vida, y hacen del mismo una profesión de fe. No admito la tesis, en cambio, de los que sostienen que la relación siempre ha sido idílica porque sencillamente, no es posible. Como no es posible que haya bebes recién nacidos que duerman toda la noche desde el día siguiente del alumbramiento. A otros con ese cuento.
Matrimonio o patrimonio. Hace unos días mantenía una avivada conversación sobre los móviles por los que los españoles contraemos matrimonio. Y reconozco que, en pura ingenuidad y sentimentalismo primario, sostenía que yo solo puedo casarme por amor sincero. O, al menos, con la precepción propia de que eso existe. Sin embargo, me replicaban con serenidad y contundencia cántabra, que el matrimonio en muchas ocasiones no deja de ser un negocio avenido.
Un contrato basado en la rentabilidad económica. Y que el amor no deja de ser una coartada pueril y almidonada para formación de una compañía mercantil entre dos personas. También es cierto que los incentivos al matrimonio son dispares. E incluso tienen una genética causal muy diferente en función de la región de España donde se formalice el bodorrio. Incluso sobre la base del estatus social y económico de los Montescos y de los Capuletos patrios.
En ese sentido, por mucho que las redes nos hayan jibarizado y aproximado, y que muchas élites sociales tradicionales están en franca decadencia, no es frecuente hoy que el hijo o hija de una familia de raíz aristocrática o alcurnia vetusta contraiga matrimonio con el trabajador de una cadena de producción de una industria de los Altos Hornos de Vizcaya. Es más, aun cuando el amor hierva entre los amantes, siempre existirá algún allegado o familiar, con añoranza de pasado pujante, que evitará la fusión.
Acéptese que el matrimonio ya no es una condición jurídica y social necesaria para cubrir determinadas expectativas vitales y de convivencia. Que el “Dama, dama” de Cecilia forma parte ya del ideario mitomaniaco del postfranquismo. El modelo tradicional de hogar, en torno a “la familia y uno más” con Chencho extraviado en la Plaza Mayor de Madrid o los “supertacañones” a las diez de la noche de los viernes en la televisión del mando único y de la carta de ajuste de los años setenta, se percibe por los jóvenes actuales como una estampa macilenta de un pasado que fue y no volverá.
Cierta ética hedonista ha suplantado, por mor de la ciencia de la tecnología y del ocio, a la vida del sacrificio y del mantenimiento de los valores familiares, hoy en franca retirada. La familia tradicional se percibe como una carga y no como una expectativa de mejora del bienestar individual y colectivo. Es más, aunque entre todas las estadísticas llevadas a cabo en los últimos años el mayor incentivo al matrimonio sigue siendo la función procreadora, la reducción de la natalidad en España hasta niveles históricos pone en cuestión que la base real del emparejamiento matrimonial siga siendo la formación de la prole.
El afecto sincero, la necesidad de compañía para evitar la soledad, la satisfacción primaria del sexo presente son y han sido estímulos para contraer matrimonio. Y sin embargo, cualquiera de esas necesidades se pueden saciar con fórmulas diferentes. Incluso la presión social que se sufría hace algunos años ha decaído. En muchos sectores de la sociedad ya puede resultar indiferente que se constituya formalmente el vínculo marital. Y todo ello con pleno respeto a las convicciones y usos religiosos de cada cual, que representan en muchas ocasiones un incentivo y una exigencia inamovible.
Por otro lado, no cabe ignorar que existe también un mercado del matrimonio, donde ya se llegan a valorar los riesgos del negocio jurídico en un primer momento, de modo que el régimen de gananciales comienza a ser sustituido progresivamente por el régimen de separación de bienes. Del matrimonio al patrimonio por los pactos de los contrayentes. En fin, a quien no le llega para enamorarse de una persona, le queda enamorarse de su patrimonio. Será amor, será. Pero sigo siendo un ingenuo enfermizo que piensa que los contrayentes en el matrimonio, a pesar de los fracasos, tienen que gozar de determinados estímulos emocionales. Empiezo a pensar que estoy en regresión vegetativa y que puede parecer naif. Seguramente demasiadas telenovelas han producido este estrago. Acepto terapia.
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