Al cumplir de los años, y en plena verbena de la pandemia, comienzo a pensar que ya no se debe ser indulgente con los necios y con los ingratos. Ambas taras de origen suelen estar anudadas a la copiosa mediocridad que se expande con una velocidad astral, al ritmo de los sepultureros de la inteligencia. Son hornadas nuevas de hordas de adanistas y narcisistas, que hacen de su estulticia un rito para pesebristas del séptimo día.
No en vano, y hablando de adanistas, fue Adán el primer desagradecido confeso y genético, que de casta le viene al Génesis. Adán, entre el egoísmo y la indolencia, abandona la gratitud debida y nos lega a todos sus descendientes el pecado de la arrogancia. Y cierto es que ese pasaje bíblico no pasaría ni un segundo por el filtro de la igualdad oficial de Irene Montero, cuyo revisionismo de pasarela de alta costura en su despacho de Ministra, ahora que posa entre pliegues de élite reencontrada, se daría de bruces contra la historia del origen del hombre. Y de la mujer.
Debe ser cuestión de honor para los más vernáculos que la ingratitud es un defecto de orden moral deplorable. Por desgracia, entre las más degradantes cualidades que devalúan al hombre está la funesta costumbre de la ingratitud. Hay hombres, y mujeres, que ignoran los favores recibidos, minusvaloran la amistad y ultrajan el aprecio mutuo.
Fue Cervantes, preso de rejas y de ingratos, místico a su pesar, quien en «El Quijote» expresó con luminosidad la concepción más completa del arte del desagradecido: «Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que «de los desagradecidos está lleno el infierno». Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando estos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, también las recompensará con creces si pudiera». Eran el hidalgo y su creador personas de profunda honra y de ideología de caballería de verdad. No la del séptimo de caballería.
La ingratitud se extingue gradualmente a la velocidad que se extingue la sensibilidad. Porque la insensibilidad arrostra cualquier pasión por el reconocimiento del otro en un momento en el que únicamente se busca el reconocimiento de uno mismo, por muy idiota que pueda ser uno mismo. La cantidad de idiotas que prosperan hoy en día a la lumbre del Instagram debe ser equivalente al número de desencantados que anticiparon la caída del Imperio Romano.
Martin Luther King, que una vez tuvo un sueño, o se lo escribieron, tomó de otro Lutero, el de verdad, una frase que mantiene toda su actualidad: «Tengo tres perros peligrosos: la ingratitud, la soberbia y la envidia, cuando muerden dejan una herida profunda». Va a ser, porque es, que de un tiempo a esta parte, no dejo de ver ingratos, soberbios y envidiosos, una jauría de animales desbocados cuya única misión es ser ellos mismos. Es decir, nadie.
Ingratos que pueden herir profundamente por su actitud y por su desprecio, cuando se les ha dado mucho a cambio de su brutal y supina indiferencia. Pero sería suficiente tara la ingratitud basada en la indiferencia, cuando lejos de eso, en la cima de la mezquindad, humillan y hacen escarnio de la persona que te ofreció todo.
Son perros de presa ya que no pueden ser presos por ser perros. Y manteniendo el pulso canino, recuérdese lo que decía Mark Twain: «Si recoges a un perro hambriento, lo alimentas y le das afecto, él nunca te morderá. Esta es la diferencia más importante entre un perro y un hombre». Ahora se entiende que entre los permisos de paseo canino de la pandemia y la extensión vasta de la ingratitud, se haya incrementado el número de venta de perros.
Para combatir la ingratitud habría que observar las sombras y luces de la conciencia, concepto olvidado en la mente de los párvulos de frase corta y verbo rápido. Son residentes en el país de la inconsciencia, una república de estómagos saciados que piensan que todo les es dado, como si tuvieran un derecho natural a recibir, y no a dar. Repugna su cómica estolidez, su bajuna dignidad, su inexistente personalidad.
Porque también, de un tiempo a esta parte, la nueva bollería humana que se está haciendo con el mundo no sabe distinguir entre personalidad y carácter. Son bruscos e intemperantes de carácter, e imaginan que eso basta, cuando no tienen un gramo de personalidad. Y la gratitud forma parte de la personalidad, no de las excrecencias del carácter. Vaya despojos.
La ingratitud es hija putativa de la ambición, pariente de segundo grado de la vanidad. Pero hete aquí que el ingrato lo será siempre, porque no puede dejar de serlo. Está podrido por su soberbia. Por eso, como consejo de inicio de curso, aléjense de ingratos, porque ellos no se alejarán de sus víctimas.
Esas víctimas somos los que padecemos la ingratitud. Ahora bien, a mi edad, que ya no es mocedad, me ha dado por resistirme. Y que se preparen los ingratos. La vida es larga pero su destino está a la vuelta de cualquier esquina.
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