Hace algún tiempo tomé la decisión de no juzgar el comportamiento de nadie, salvo que tal comportamiento me afectara directamente. Únicamente un juicio completo de las circunstancias de cada uno puede determinar todas las variantes para que nuestra conducta sea de un modo u otro. Sin embargo, no asumir juicios no significa no calificar conductas, porque padezco responsablemente mis propias vergüenzas y hasta las vergüenzas ajenas. He visto y veo hacer el ridículo de una forma tan profunda y generosa con la estupidez humana, que a veces no me lo puedo creer.
Quien hace el ridículo, no suele ser consciente de ello, y si lo es y tiene algún poder, ya habrá una legión de apagafuegos y monaguillos de tercera regional que se encarguen de incendiar la vanidad del idiota. La mediocridad que se expande en el mundo de los virus modernos al ritmo de la maldad hace imposible que tomen conciencia de su estulticia. Son un canto a la idiocia humana, a la insensatez, a la estupidez en grado sumo, pero no lo saben ni les importa. Narcisistas del mundo, uníos, que el juicio final de la inteligencia puede esperar.
Reconozco que lo de «hacer la pelota» no va conmigo. Cierto es que veo por doquier cohortes de majaderos sin oficio conocido, lameculos sin escrúpulos y sin futuro, enjabonadores y enjabonadoras con los días contados, que hacen del «peloteo» su forma de vida. Mediocres. Para esta banda de iletrados medrosos, hay que recordar que la expresión «hacer la pelota» procede de otro viejo oficio de explotación como es la prostitución, y aún hoy la RAE recuerda que una «pelota», en su octava acepción, es una «prostituta».
No en vano en otros tiempos de brega callejera, cuando salir a la calle no era un ejercicio de supervivencia sanitaria, las meretrices de Montera regalaban los oídos de sus eventuales clientes, al grito de «guapo», aunque fuera el aludido una pieza de carbón de feria de barrio. Cuanto más diezmado y feo era el patán, más halagado se sentía, y la prostituta no palidecía en su afán por sisarle la brasa de sus bolsillos. Quizá el ejemplo sirva para que los «pelotas» tomen conciencia de que no hacen nada diferente a lo que podía hacer una «sugar baby» complaciente con cualquier «padrecito» en estado de necesidad.
Con todo, siempre ha habido clases, porque el halagado puede ser un presuntuoso con méritos reconocidos o un imbécil de armas tomar con poder conferido. A los primeros hay que medirles el enjabonamiento, no sea que vuelen como gas inflado hasta el espacio sideral. Lo de los otros forma parte del patetismo. Adular a un imbécil es lo más degradante de la condición humana. «Dorar la píldora» a un tonto es un caso patológico.
Como decía Covarrubias en su «Tesoro» y en contexto del siglo XVII, la expresión aludía a esas «pelotilla medicinales y purgativas que se toman por la boca, y los boticarios suelen dorarlas para disimular el amargo del acíbar que llevan dentro, y así quedó por proverbio: «píldora dorada» por los lugares honoríficos que tanto padecen de codicia y despegues amargan más que mil hieles.» Así fue cómo la expresión evolucionó hacia el «cobismo» como sinónimo de hacer la pelota al jefe. De hecho, píldora es una voz de origen latino que significa bolita o pelotilla. Entre pelotas anda el juego.
Ahora el arte de la lisonja se extiende por redes sociales. No hay imbécil que no ponga un «like» al becerro de turno para que constate su fidelidad. Sin «likes» no hay paraíso. Lejos quedan los tiempos en los que un «me gusta» era otra cosa. Es más, si hacemos la prueba del carbono 14 en nuestras mentes, «me gusta» ha sido en otros ciclos de nuestra vida, chipén, fetén, dabuten, chachi (piruli y lerendi), guay, guachi, guapo, chulo y hasta cool. Eso, «lamecoolos».
Que existan narcisistas de baja estofa verificando el número de «likes» en sus cuentas de redes sociales es un síntoma inequívoco de degeneración antropológica. La fuerza compulsiva del adulado es aterradora y, si goza de cierto poder, persigue a los aduladores hasta el fin. Mundo de pelotas.
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