Se dice que los hombres y el resto de animales tienen en común que padecen el miedo, a diferentes escalas y con distintos niveles de percepción. Para ser más explícito, los animales y el resto de los hombres son seres sintientes y, por tanto, tienen aprensión a cualquier mal inminente. En eso no hay diferencias ontológicas entre un troglodita en una bolera en un fin de semana en Madrid y un ser unicelular, y eso que llevo una temporada pensado que algún humano tiene una sola célula. Quien niega el miedo, o es tonto, o es necio, o es un animal al cuadrado. Negar el miedo no tiene nada que ver con afianzar el valor. Hay machos de la especie bípeda que padecen déficit andrógeno de testosterona y que, por exceso de esteroides, piensan que carecen del fatal atributo del miedo. Hubo un tiempo en que la inteligencia se trabajaba. Ahora el cerebelo reside en el abdomen. Y así no hace falta ni siquiera que Nerón queme Roma. Basta un buen gimnasio.
Solo hay un miedo que no perciben el resto de los animales y que nos hace lamentablemente diferentes a ellos: es la certidumbre de la muerte. El hombre es el único ser viviente en el mundo que conoce un miedo tan temible e insoslayable que conduce sin remisión a la angustia y a la ansiedad. Por eso la angustia es crónica, como una muerte anunciada, y el miedo es reactivo ante una situación singular. Es la cara oculta de la vida, el terror subyacente que no se logra anestesiar a no ser por la narcolepsia de la fe. El miedo se vence transitoriamente cuando es pasajero, pero se enquista como una necrosis cuando es irremediable, como la misma muerte.
En estos tiempos de celebridades en todos los ámbitos que no levantan su capacidad y su inteligencia un dedo del suelo, hay otra muerte, tan destructiva como la natural, que es la muerte civil, la muerte política, la muerte empresarial, en definitiva, la muerte en vida. Mientras el resto de animales se ven sometidos a la convulsión de la agresión ambiental, los homínidos tenemos que prever la agresión de pardos y pardillos en cada uno de nuestras áreas, seres sintientes que aspiran a la extinción del otro como forma de vida en sí misma. He llegado a pensar que el día que muera el enemigo construido por algún energúmeno, el odiador no tendrá razón para seguir viviendo.
El hombre del siglo XXI ha padecido dos grandes crisis que han diezmado la confianza que el modelo liberal que había creado en los últimos siglos: una crisis de seguridad y una crisis de sostenimiento del modelo económico. En los años del oscurantismo, de la Edad Media, la sensación permanente de inseguridad, de contingencia, de incertidumbre, vino a constituirse en fundamento del orden político de la modernidad. La Ilustración fue la luz de un nuevo mundo que daba carta de naturaleza a los gobiernos con poderes limitados, a la economía libre y, ante todo, a la reflexión crítica y a la libertad.
En la actualidad, hay un micromiedo reconocible y una macromiedo irreconocible. El miedo a pequeña escala está vinculado a la seguridad individual y a la confianza de cada uno, a resistir la incertidumbre que genera un futuro económico menguante y una competencia de mercado como nunca se había producido en el mundo. El gran miedo, desapercibido por la generalidad de los seres con sentimiento, es el de ser engullidos por los algoritmos, las fórmulas binarias y por la cuenta de resultados de las grandes corporaciones tecnológicas. Y quien escribe estas palabras es un humanista liberal convencido y no un neocomunista de lectura rápida. Cuando los seres humanos ya no perciben sus amenazas son lógicamente incapaces de provocar reacciones razonadas y calculadas para contrarrestar el efecto del pánico.
Pero no se puede concluir esta pieza sin apelar a un nuevo fenotipo, más bien “fenotipejo”, que a mí me produce un horror estremecedor. Es la extensión descontrolada entre los animales humanos de la categoría de los “tonto-malos”. Cuando en mi edad joven acepté que había malos, tuve un trauma, pero lo superé no sin cierta pereza intelectual. Cuando en mi edad media acepté que había tontos, rebasé definitivamente la edad de la inocencia. Pero resulta que hay “tonto-malos” que me producen un escalofrío letal. Y no porque supongan un peligro individual por mucho que algunos zoquetes lo pretendan, sino porque suponen una regresión en la escala de la evolución del hombre. En tiempos de exhumación, Darwin ha de volver para diagnosticar esta nueva especie. Pero pronto.
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