Fue Antonio Machado hombre de limoneros en huerto claro y recuerdos de patio de Sevilla: “mi historia, algunos casos que recordar no quiero”. En el país de la infancia en el que todos hemos tenido nuestra residencia, acopiamos recuerdos y olvidos, y hasta consagramos mentiras que en aquel momento fueron necesidad y que hemos convertido en verdades a lo largo de nuestra vida. La infancia es cuna de mentiras y de verdades silenciosas y silenciadas. Cuando regreso al pasado, rehén de aquellos años de invierno frío, recuerdo cómo se gestaron las primeras mentiras impías, porque el niño se hace adulto en la medida que empieza a mentir para convivir.
A diferencia de Antonio Machado, en mi infancia no hubo huerto claro ni limoneros en flor, que es una tentación para nacer y criarse, sino un taller de costura donde recogía los alfileres que caían al suelo. Lo que no sabía es que pasado el tiempo, el alfiler se convertiría en un símbolo de mi vida, pero también de la vida que contemplo.
España es un país cogido entre alfileres en el que no cabe ni un alfiler más. Pero, ante todo, fue leer a Mark Twain y darme cuenta que él, como yo, fuimos cómplices del uso del imperdible: “No recuerdo mi primera mentira. Queda demasiado lejos. Pero recuerdo muy bien la segunda. Tenía yo nueve días entonces y había caído en la cuenta de que si un alfiler me pinchaba y yo hacía propaganda de ello de forma corriente, me acariciaban cariñosamente, me mecían, se compadecían de mí y además me daba una ración extra entre las comidas. Era cuestión de humana naturaleza querer conseguir tales riquezas y yo me dejé llevar. Mentí sobre el alfiler … haciendo propaganda de uno cuando no lo había”.
La parábola del alfiler es la parábola de muchas vidas y un condensador de la condición humana. Cierto es que cuando la mentira, como el alfiler, se cronifica fruto de la ambición y de la soberbia, la virtud se desvanece íntegramente, sumiendo al hombre en un estado permanente de falta de ejemplaridad.
El arte de la mentira se ha convertido a lo largo de los siglos en el arte de la subsistencia. La realidad superada por sí misma ha planteado escenarios donde la mentira es una ley, pero ley de vida. Pasó en el Renacimiento con Lázaro de Tormes, donde el hábito de mentir era nítido y solo cabía sobrevivir sumergiéndose en el océano de las mentiras dadas. Hasta los ciegos veían las mentiras: “¿Sabes en qué veo que las comiste de tres en tres? En que comía yo dos a dos y callabas”.
Pero fue el propio Twain el que transformó la mentira en categoría de conspiración, en su texto. “Conspiración Universal de la Mentira de la Afirmación Silenciosa”. Y hay dos conclusiones de este manuscrito que mantienen toda su vigencia en el presente: cuando algo malo sucede, los buenos están siempre mirando hacia otra parte; y no es lo mismo mentir a los demás que mentirnos a nosotros mismos y vivir conforme a la mentira que hemos elaborado.
España es tierra prenostálgica en la que la mentira sobre lo que fuimos y somos se impone a la realidad. Aquello que los modernos llamaron “relato” ya existía en España hace mucho tiempo, de modo que hay veces que hemos ganado el relato en la Historia y otras veces lo damos por perdido. Comenzamos intentando engañar a los demás pero no caímos en la cuenta de que finalmente acabamos viviendo de nuestro propio engaño.
Y ese engaño en España es tanto individual como colectivo, y afecta a la raíz social. Mentir a alguien tiene una importancia relativa en función del estrago que provoque; mentirnos a nosotros mismos es un estropicio total porque la embustería es una forma torpe e injusta de autojustificarnos y, por consiguiente, de no querer asumirnos como realmente somos. Es más fácil al hombre moderno recordar cuál fue su primera verdad que cuál fue su primera mentira.
Regresando a Twain, en uno de sus textos postreros, “El forastero misterioso”, continúa su reflexión sobre el autoengaño: “Satán solía decir que nuestra raza vivía una vida de autoengaño continuo e ininterrumpido. Se estafaba a sí misma desde la cuna hasta la tumba con imposturas e ilusiones que tomaba por realidades, y esto convertía su vida entera en una impostura. De la veintena de buenas cualidades que imaginaba tener y de las que se envanecía, en realidad no poseía prácticamente ninguna. Se consideraba a sí misma como oro, y era solamente latón”.
Detrás del seudónimo de Mark Twain, el aclamado escritor, se emboscaba su alter ego, que, al fin y al cabo, era él mismo, Samuel L. Clemens. Cuando tuvo que dar paso el escritor al siglo XX en un artículo escrito el 30 de diciembre de 1900 en el “Herald” de Nueva York, escribió aquello de “Dale jabón y una toalla, pero escóndele el espejo”. Hoy el espejo del siglo XXI es Instagram y el jabón y la toalla no son más que el esfuerzo languideciente de una sociedad que aspira a colgar fotografías en una red social. Enredados.
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