Corría el año 2014. Junio y fuego. El de La Habana fue mi primer y único viaje a Cuba. Fidel, el hacedor del régimen, que es dictadura a la fuerza, convalecía en alguna finca rodeado de su nostalgia decadente, de “guevaras” y de “moncadas”, de saharianas verdes y blancas, a punto de morir enterrado con toda su vieja guardia, como los guerreros de terracota de Xian.
Pasó desapercibido aquel primer viaje de un miembro del Gobierno de España a Cuba después de muchos años. Aparentemente era un viaje insustancial, encaminado a abrir cauces de colaboración para que Correos de Cuba y Correos de España procuraran remesas de dinero entre ambos países. En aquel momento no podía librar más batalla contra el régimen que permitir que el dinero doméstico fluyera del Mediterráneo al Caribe para cubrir las necesidades más básicas de las familias cubanas.
Esquina Obispo y Monserrate, el Floridita, el mejor bar del mundo para el bueno de Hemingway. Aquella tarde fue tarde de daiquiri, de mulatas de terciopelo azul, de risas a medio gas y de guiris en viajes de negocio sin negocios. Al final de la barra, donde la ventana frunce la cortina para evitar la luz absoluta del Caribe, se puede dejar pasar el tiempo antes de que el tiempo pase por encima de uno mismo.
Tras varios “papa dobles” en homenaje al amante de Ava Gardner, salimos en grupo calle Obispo abajo para pasear por la eterna España que es Habana; mi Cádiz, mi Triana canaria. Y nos perdimos entre la humedad y el olor a churros de cuentapropistas, a café mezclado, a alcohol de reverbero, a picadillo de soya y pescado podrido. A la comida subsidiada y mal cocida de los que comen gracias a la cartilla revolucionaria de racionamiento.
Pero hasta el olor se forma de memoria histórica, de emoción rabiosa de una Habana perdida. Porque el habanero ya no huele, porque le han robado hasta el derecho a oler. Porque ellos no huelen jazmines ni hojas de acacia, sino peste de sebo, hollín, grajo de guagua, arrecife sucio y agua estancada en verde caqui.
Con paso espeso y laringe congestionada, cruzamos los arroyos del suelo y los cirros sobre un azul perfecto hasta llegar a una plaza donde se abría una puerta grande a una Oficina de Correos local. La cabeza de un león, donado por España en algún momento de su reciente historia, esperaba el depósito de las cartas. La mano dentro, las fauces preparadas y la seguridad de que el rey de la selva impedirá que nadie hurte la correspondencia.
En la estafeta había cuatro empleados jóvenes que atendían solícitos y complacientes a todo cubano que lo demandara. A la izquierda, ella. La memoria me pudre el nombre. Que sea Caridad, la habanera. Una camisa blanca con botones negros punteados a distancia de ochos centímetros y una sonrisa tímida que abarcaba toda la luz del Malecón.
Caridad acababa de aprobar las oposiciones y eran sus primeros días de trabajo. Nos preguntó cómo era el sistema de acceso a Correos en España, el mito tan lejano ahora más de un siglo después del Maine. Se lo explicamos y por un momento aquella mente viajó a velocidad sideral mar adentro donde el Atlántico lame la costa de Huelva. Enviamos una postal estampillada a nuestras casas en Madrid como recuerdo de aquella tarde cenital en una Habana imposible por posible. Y allí la dejamos. Quizá Caridad.
A los dos días, siete de la mañana, en una habitación de un hotel desconocído, nos recibía un Ministro matusalén con más años que todos los Castro juntos, con uniforme tallado de la prehistoria de bahía de Cochinos. Las cortinas corridas, los asesores con sus pistolas al cinto y las plumas en la mano para tomar nota de todo. El todo castrista y castrante.
Mi educación me llevó a romper el silencio inicial narrando la anécdota de Caridad, la buena funcionaria. El Ministro observaba con un mohín de sonrisa. Los escribientes hacían letra de Caridad, mientras yo recitaba mi letanía: “Si lo cree conveniente, Ministro, felicítela de nuestra parte. Pueden estar orgullosos de su servicio postal”. Aquella noche cenamos con el Ministro, guayabera en ristre y al paso de buen son cubano. Adiós Castro.
El último día de nuestro viaje nos dirigimos a despedirnos de Caridad. Quizá se llamara así. Cuando entramos había un hombre con mostacho hirsuto y piel canela. “Caridad no trabaja aquí. No sabemos nada. Desean algo?”. Nos miramos y nos fuimos. Después una maleta rajada, una conversación entre aviones en las pistas del aeropuerto de la Habana, Casablanca en horas. Y Caridad desaparecida. Toda Habana empezó a oler a quemada. Era un habanero más.
Hace unos meses se lo conté a Yotuel. Patria y Vida. Porque Cuba es un yo único, un tú libre y un él solidario. Cuba es Carpentier, Lezama Lima, el represaliado Arenas, mi maestro literario Cabrera Infante y hasta el revolucionario Martí, que por algo vivió en la madrileña calle del Desengaño. También Zoé Valdés con la que compartí libro en diciembre de pandemia. Cuba es tan español, por mucho que les pese a algunos, que nos duele. Nos duele tanto que solo pido, por Caridad, que seamos libres. Y volver al Floridita, esta vez contigo.
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