Canturrea Ana Belén aquello de que «para entrar en el cielo, no es preciso morir», que, en versión canalla se puede invertir, porque cielo e infierno son compatibles y, en múltiples ocasiones, comparten rellano y hasta habitación. España es país para vivos pero, de un tiempo a esta parte, es país de viejos y de muertos. A este paso, pronto se va a grabar la versión española de Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, sustituyendo Denver por Aranda de Duero, tierra de hombres intrépidos.
Hay hombres de vocación inmortal que vuelven como fantasma en pena para amasar cerámica con Demi Moore en Ghost, y hay fantasmas en vida que solo nos dejan en paz cuando finalmente fenecen y Dios los acoge en su paciente o impaciente seno, que gran seno es. Los hay que se hacen el muerto, y, por paradójico que pueda ser, los hay muertos que se hacen los vivos cada día, pues hay más de un caso, en política y en la vida, de muertos enterrados que han resucitado y gobiernan en el reino de los justos y hasta de los injustos.
En algún momento de nuestras vidas, hemos deseado asistir a nuestro funeral para comprobar la reacción de nuestros consanguíneos y de nuestros colaterales. Porque los hay que asisten con ánimo notarial para certificar el fallecimiento, no sea que el cretino conserve aspiraciones de resurrección, como los hay que asisten por entretenimiento y entrenamiento, que los funerales son tan adictivos como los domingos de fútbol en la radio.
Pero sugiero una experiencia extrasensorial y disruptiva que he experimentado en los últimos días que consiste en desconectarse del WhatsApp durante una semana sin previo aviso ni a amigos ni a enemigos. Los enemigos sufrieron contracciones de felicidad regalada pensado que me podía haber pasado algo, y nada bueno, pero, transcurridos unos días, entraron en depresión estructural, porque cayeron en la cuenta que su vida sin su enemigo no era posible.
Por el contrario, entre los amigos y, sobre todo, entre las amigas, las reacciones fueron dispares tanto en el tiempo de respuesta como en la propia respuesta. Hubo reactivos de nivel uno que, a las veinticuatro horas, desplegaron todo su potencial tecnológico para localizarme, presas del miedo a que estuviese hospitalizado o en trance de comenzar un viaje organizado por la agencia de viajes del más allá.
El nivel dos de respuesta supuso que transcurrieran casi tres días, pero los reaccionarios habían ya desarrollado toda una tesis sobre las causas de mi desconexión mundana, que llegaba incluso al autoconvencimiento de que los había bloqueado en vida para expiar no sé qué clase de pecados ficticios. Por último, los de nivel tres no se han dado por enterados, bien porque les importo un zarzal o porque debieron pensar que es una ocurrencia más del autor.
Pero hay un caso especial y es el del grupo de quienes, cuando he resucitado a la vida terrenal y parlamentaria, me han bloqueado en conmutativa respuesta porque consideraron incorrectamente que yo, a su vez, los había bloqueado. Y no he encontrado otra opción para justificar mi actitud que escribir este artículo, a expensas de que alguna de las personas ofendidas recapacite y regrese al estado on line, que es el estado civil que ha sustituido a los estados tradicionales.
Sugiero también que cada vez que haya que rellenar un formulario sobre estado civiles y de conducta sexual, no haga falta recurrir al nuevo proyecto de ley LGTBI con todas las categorías subyacentes, sino que bastaría con poner «en línea», que es estado estable de vecindad tecnológica en los años del sexting. De la España autárquica del «siesting» a las cinco de la tarde, a la España abierta en canal del sexting a escondidas en el baño o en el rincón del vago de cualquier habitación.
Llevaba razón Gila, quien habría narrado con brillantez la Guerra de los cincuenta días del artículo 155 de la Constitución, cuando decía que lo mejor, si se puede evitar, es no morirse. La muerte en España tiene un poder taumatúrgico pues produce una conversión inmediata de la reputación y de los hechos del finado. Quien adúltero era, pasa por ser gran amante de su mujer e hijos. Quien tonto era hasta la saciedad, se transforma como un ensalmo en la sombra misma de Einstein. Quien hasta un minuto antes de morir era lumpen y oscuridad, pasa a ser considerado como persona que tenía un porvenir radiante.
Y qué decir de los calvos, que una vez muertos ya no tienen que viajar a Estambul, pues el tránsito a la vida eterna, como Puigdemont, les ha llevado a ser recibidos en la otra orilla con un pelambre que haría la envidia de Camilo Sexto.
Pero como Dios está en la otra orilla, y no seré yo quien lo cuestione de buena mañana, recuérdese lo que decía Jesús (según San Mateo, 23, 27) que apostrofó a los hipócritas: «Sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de osamenta y de inmundicia». «De mortuis». Es costumbre ancestral, y en España hábito de monje y de sangría, blanquear a los muertos en una tradición que se inició en Esparta, y que no se consigue lavar ni con toda la producción de esparto de este país.
Por eso, porque intuyo que no estaré para verlo, absténganse hipócritas, maleantes y mamporreros de llorar mi muerte. Para ellos, en mi epitafio, que luzca un «Aquí os espero, para que me lo digáis a la cara». Y que nadie piense que me voy a morir, porque creo que, hoy por hoy, puede evitarse.
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