Entre lo humano, lo estrictamente humano, hay algo indisociable al hombre desde que es hombre y es el ridículo. Cuestión diferente es que se tenga sentido del mismo ridículo; esto es, la capacidad de identificar que determinados comportamientos claman al más elemental sentido de la vergüenza ajena y del absurdo más impúdico.
Reconozco que he tenido muchas veces sentido del ridículo y que he llegado a sentir vergüenza de alguno de mis actos. Prefiero no reconocerme en alguno de ellos, por mucho tiempo que haya pasado. Es más, todavía hay noches en las que pienso lo grotesco que fui en determinado episodio de mi adolescencia o en algún trance de mi vida adulta. Y si el destino lo habilitara, me autoenmendaría.
El ridículo es una condición estrictamente humana, y no pertenece a otros animales ni cosas, por muchas cosas humanas que haya por el mundo últimamente. Cierto es que hay hombres que parecen eslabones perdidos de la cadena de Darwin y que se asemejan más a animales indomesticados que a seres racionales. Imagino que para alguno de estos se ha debido crear la Dirección General de derechos de los animales. Porque aún cuando son tontos, deben ser protegidos, como especies únicas. Especies y especias, que es posible que alguna Ministra no lo llegue a comprender, en su búsqueda del género permanente.
Si el ridículo es ya, por sí mismo, una percepción basada en una función social, la proliferación de redes sociales ha dado cobijo al éxtasis de los comportamientos ridículos. Pero, y este es el problema, o hay mucha gente últimamente haciendo el ridículo o soy yo el que ha perdido el sentido de lo convencional. De lo aparentemente respetable, de lo cabalmente creíble, porque empiezo a no entender nada. Probablemente, hay un extrañamiento temporal derivado del salto generacional, de la inexorable claudicación de la edad. Lo que ahora se hace, sería imposible hace solo veinte años.
Tal cual, porque en el modo de vida actual, un hombre como Tierno Galván se ganaría la vida vendiendo entradas en cualquier cine de barrio y nunca podría opositar a candidato al Ayuntamiento de Madrid. Quizá en política el primero que venció el sentido del ridículo y fue pionero en el desmarque de las costumbres rancias de la época fue Manuel Fraga con su baño nuclear en Palomares, luciendo palmito en una España en el que el Gym solo era Gin y a medias.
Veamos algunos ejemplos: un grupo de personas posan con la ánfora de las cenizas del muerto en el momento previo a su depósito en el nicho; políticos que posan como modelos con frase incluida como si fueran Lincoln, cuando no son capaces siquiera de escribir dos líneas seguidas con una comprensión lectora básica; adultos en trance deportivo inmortalizándose en plena carrera, a un tris de caer en el intento; fotografías corales en las que se pueden advertir los golpes que se han propinado previamente algunos para posicionarse en el mejor encuadre; fotografías de platos en restaurantes que no parece que puedan admitir la ingesta de un ser humano medio.
Carnes humanas al sol en posiciones que advierten secretos muy visibles; copas a tutiplén, que, de ser cierto que se las van a beber, no llegan a casa con menos de seis licores en el buche y una cogorza olímpica; instantáneas constantes del trabajo en nuestras oficinas como si tuviéramos que retratar el momento mismo en el que nos tenemos que dar a la reflexión y al esfuerzo; fotografías amañadas con cuerpos de otros y de otras, como si el engaño pudiera menguar la celulitis; rostros con filtros de ojos y colores por doquier para ocultar la palidez y las varices propias de la edad.
Entre ser «influencer» y ser «ridiculouser» hay algunos matices, tanto estéticos como éticos. Porque el que más o el que menos ha descubierto que puede ser «la Preysler» aunque solo vean las fotos cuatro incautos. Protagonista de su propia revista, sin sentido del ridículo, ni del gusto, ni de la estética menos avanzada. Ahora bien, si me pongo a pensar en cuántos casos hay como estos, compruebo que son prácticamente todos.
En consecuencia, o son ridículos los demás, o es ridícula esta reflexión y, por tanto, el ridículo soy yo. Lo cierto y seguro es que hay días en los que pienso que lo mejor sería forzar un «apagón» de las redes durante una semana para ver el efecto pandémico que provocaría. Ansiedad narcisista en estado puro. No lo resistirían.
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