No hay ninguna ley escrita que imponga el deber de saber leer y escribir para ser elegido cargo público, pero sospecho que hay una ley no escrita que exige tener un conocimiento profundo del arte del insulto. Y bien podría pensarse que la técnica de la difamación y de la afrenta es de fácil comprensión, pues no hay en el mundo ser racional que no haya insultado alguna vez o que no haya sido objeto de insultos. Cierto es que hay quien los atrae, ya sea por envidia o por incitación. Incluso los hay que insultan y no se reconocen en el insulto, ya sea por banalización de la expresión malsonante o por imperativo religioso, que no es dado insultar por obra u omisión. Hay insultos insulsos, como deslenguado o murmurador, que Cervantes trajinaba en sus diálogos en «El Quijote», pero también hay insultos tiernos en la era de la modernidad como «cabronazo» o «capullo» cuando se ponen en boca de amigo.
En la clasificación de los insultos, los hay evitables e inevitables, del mismo modo que los hay premeditados y espontáneos. Una persona inteligente tiene que eludir los insultos evitables y espontáneos, por mucha inquina que haya. Quevedo exudaba rencor a Góngora, pero le cuidaba con insultos constantes, pues al enemigo de un modo u otro siempre hay que atenderlo, por mucho que fuera «un niño mayor de edad».
Churchill era célebre por sus diatribas verbales, algunas de ellas verdaderos venablos hirientes. Nancy Astor fue la primera diputada que ingresó en la Cámara de los Comunes, y como feminista y sufragista tuvo broncas célebres con el Primer Ministro. En el cénit de una de esas discusiones, le llegó a decir la diputada, «Si usted fuese mi marido, le envenenaría el café» a lo que replicó de inmediato Churchill, «Y si yo fuese su esposo, tomaría ese café con gusto». Tenía razón Carlos Fuentes cuando llamaba a la política y a sus quehaceres verbales, «una cena entre bárbaros».
De natural, el instinto te lleva a pronunciar la palabra «gilipollas», y múltiples ejemplos ha habido en el Congreso de los Diputados, algunos muy recientes. Pero me viene a la memoria un episodio ocurrido en junio de 2004 en el Congreso de los Diputados, cuando dos buenos amigos míos se vieron implicados en un incidente verbal. No recordaré el nombre del diputado del Partido Popular porque no es hombre de reconocimientos fáciles, pero sí del tribuno ultrajado, que a la sazón era el bueno de José Antonio Labordeta. Según cuentan los testigos, el cantautor aragonés y político de la Chunta Aragonesista, incendiado por los comentarios inoportunos de un conjunto de diputados, optó por llamar «gilipollas» a uno de ellos, siendo requerido por el Presidente del Congreso a que corrigiera tal definición.
Todo se quedaría en fútil anécdota, que otros neomoradores de la política han revisado en esta legislatura, si no fuera porque en 1983, en Nueva York, compartí con el cantante un lance curioso e inédito. En un camerino de luces blancas de un teatro del Off-Broadway, ultimando los preparativos del espectáculo, Labordeta cayó en la cuenta de la improcedencia de utilizar la expresión «negro» que figuraba en la letra de una canción: «los hijos de la María se han marchado a Nueva York; uno trabaja de negro y otro de indio en un salón».
En efecto, desde la primera edición norteamericana de la Enciclopedia Británica de 1798, la entrada «negro» tiene una orientación despectiva, alcanzando tal grado de ignominia que llega a señalar que «son ajenos a todo sentimiento de compasión y constituyen un terrible ejemplo de la corrupción del hombre cuando queda abandonado a sí mismo». Consciente de la improcedencia del término, nos pidió que sustituyéramos la expresión por un sinónimo biensonante. Y fue él mismo el que halló la solución, si a eso se le puede llamar solución. Reemplazó la palabra «negro» por «guanamino», y nadie reparó en el experimento. Todo sea dicho que por mayor fortuna del artista, porque era peor el remedio que la enfermedad. Que en paz descanse un maravilloso «cabrón».
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