Conocemos personas con memorias prodigiosas y, sin embargo, carentes del más mínimo sentido práctico y, lo que es más, de la más mínima inteligencia funcional. Por el contrario, conocemos también personas con memorias efímeras, tan caducas como la flor de un día, y, en cambio, pueden demostrar una capacidad de raciocinio fuera de lo normal. A su vez, hay otras formas de desmemoria, inmorales y obscenas, que son aquellas en que conscientemente se niega la memoria, lo que es aún peor que el mismo olvido según el docto parecer de sor Juana Inés de la Cruz, a quien ya casi nadie recuerda a pesar de haber sido nuestra décima musa.
Tendemos a olvidar naturalmente aquello que nos aflige y que nos condena al recuerdo lacerante de lo que no debió ser, pero también olvidamos porque la memoria se fragmenta, como un espejo roto a decir del maestro Borges, para poner fin a parte de nuestra existencia vivida. Morimos progresivamente, sin alcance ni consciencia, y nuestro cerebro se desmorona conforme la gangrena del olvido se instala en los habitáculos de nuestro cerebro. Olvidamos nombres, olvidamos rostros, y, por fin, nos olvidamos de quiénes fuimos porque no sabemos quiénes somos.
Siempre he pensado que cuando hablamos de memoria, realmente queremos hablar de olvido. Olvidos selectivos para poder vivir y olvidos selectivos para seguir muriendo. Recuerdo que tuve la ocasión de comer tres veces con Heliodoro Dols, arquitecto del Santuario de Torreciudad y Premio Nacional de Arquitectura, a quien el Alzheimer ha abandonado en el laberinto de la pérdida de la identidad. En la oscuridad de la desmemoria furtiva, y bajo la sonrisa regalada del niño-arquitecto que se descubre en su inocencia recobrada cada día, un extranjero en sí mismo, pude descubrir la mayor de las luces, como una paradoja que da sentido a todo.
Y es que el bueno de Heliodoro apenas recordaba el autobús en el que había venido a comer, ni tan siquiera la dirección de la residencia donde vivía, pero era capaz de proyectar ladrillo a ladrillo el proyecto de su vida. Cada esquinera, cada ventana, cada adobe a cara vista, cada arquería del Santuario eran descritos con la pulcritud, el entusiasmo y el puntillismo del lápiz del arquitecto, como si no hubieran transcurrido cuarenta años ni el cerebro diezmase a cada instante del día. Ignoro si era memoria de fe, pero a fe digo que era memoria prodigiosa.
Pero hubo un hombre, quizá uno solo, «Funes el memorioso», al que la ficción de Borges le otorgó un aparente privilegio, el de recordar con precisión de geómetra todo cuanto ha sido: «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. /…/ Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras». Aunque en una aproximación torpe a la figura de Funes pueda pensarse que es una figura omnímoda y cuasidivina, lo cierto es que probablemente el personaje representa la estupidez humana, porque, como bien indica Borges, «pensar es olvidar diferencias, generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles casi inmediatos».
Pues bien, Funes existe y se llama Internet. Internet no olvida. Pero hay una gran diferencia con Funes y es que mientras éste sólo percibía y almacenaba hechos acaecidos y empíricamente demostrables, Internet alberga además falacias y mentiras por doquier. Pero tampoco está todo en la red, para aquellos que llevan perdidos en ella hace algunos años.
Funes llegó a planificar dos grandes proyectos: un vocabulario infinito para la serie natural de los números y un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo. «Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez».
Hemos de descartar por imposible que en la red se imponga el orden alguna vez, pues la inmediatez ha venido para quedarse, con todas las ventajas pero también con todos sus inconvenientes, quizá el más importante la falta de veracidad de muchas informaciones y el perjuicio que ello puede causar. El siglo XXI ha de ser el siglo de la propiedad, la privacidad y la diversidad. Y, como época de privacidad, también ha de ser el siglo en el que se respete el derecho al olvido, porque, quién lo habría dicho, descontando ególatras, también tenemos derecho a que se olviden de nosotros como manifestación absoluta de nuestra libertad incondicional.
El conocimiento fragmentario y la imposibilidad de aprehender reflexivamente todo ese patrimonio es la pandemia del mundo moderno. El ciudadano del nuevo milenio se ha convertido en un espectador pasivo aseteado a cada segundo con noticias, informes, análisis, sin posibilidad de construir metódicamente un pensamiento mínimo.
Quizá por esa misma razón, como cada vez el hombre es más reacio a elaborar grandes abstracciones intelectuales, busca acomodo en el gregarismo más vulgar, seleccionando aquellas noticias e informaciones que mejor sirven al espíritu de la colmena que ha escogido. Es el salvavidas en un mundo ensordecido por un griterío insustancial. El hombre moderno «arrastra consigo una enorme masa de guijarros de indigesto saber que en ocasiones hacen en sus tripas un ruido sordo» (Nietzsche). Y cada vez suenan más esas piedras.
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