No existe un momento fijo en la memoria histórica de nuestra vida individual en el que podamos situar el día y hora en el que aprendimos a leer. La primera letra. Una vocal cualquiera. Quizá la O. O quizá la I. Pizarras de tiza y cuadernillos amarillentos, los “Rubio”, y nuestra grafía modelizada se abría paso a golpe de bolígrafo de tinta derramada y de borrón entre escuadra y cartabón. Años de piedra, papel o tijera, entre marquetería de encargo sacerdotal los sábados extraescolares.
A punto de cumplir dos años, alguien en mi casa tomó la decisión de convertirme en menor acompañado en colegio de monjas. Y habida cuenta que era el menor de aquella patulea de mequetrefes con baby, consintieron en que deambulase con un triciclo entre los carriles de las mesas, mientras el resto de ganapanes aprendían a leer y escribir.
Mi misión en el mundo de mis dos años era rodar como Bahamontes entre rufianes a dos pesetas que se esmeraban con los bártulos de escriba. Mi otra función era regular el acceso al baño de la clase con una lámina verde si el urinario quedaba vacío, o cárdeno si alguien hacía uso de él. Huelga decir que mi rebeldía natural me hacía invertir los discos, y precipitaba situaciones embarazosas, en aquella época donde los niños y las niñas no sabían de género al ritmo de las canciones rancias de los Payasos de la Tele.
Al acabar aquel año, y después de cincelarme una cicatriz en la ceja tras un derrape innecesario de mi vehículo que acabó contra un radiador hirviente, la monja Gregoria, más madrastra que monja, me sentó sobre los faldones de su hábito gris arena para decirme que me esperaba el año próximo con los niños de mi edad. En aquel momento, comencé a leer con menos pausa que un badulaque en el Congreso de los Diputados los renglones de la pizarra.
Esa mujer, madrastra, monja, maestra, la 4M, pensó que debía ser el milagro de P Tinto o que me habían iluminado las misiones, pues mi cabeza con la cicatriz era como una hucha del Domund de la época. Un monumento irreverente conforme a la nueva protocultura actual, por racista. Como si los pobrecitos de África tuvieran que ser blancos cuando eran negros congénitos.
A partir de allí, todo lo que vino después. El Capitán Trueno, el Jabato, Sigrid, Crispín, Goliat, Taurus, Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, Bacterio, Popeye, Sacarino y Rompetechos. El misterio de decenas de libros en mi casa que nadie leía. Colecciones de best sellers americanos de los años sesenta. El boom de los coleccionables en España en los últimos setenta. El Espasa Calpe atomizado en siete tomos ilustrados bañados en azul y oro, con cinta roja de separación.
Pronto la biblioteca municipal con sus colecciones cromadas, sus Premios Planeta en versión granate cuello alto y los clásicos latinoamericanos cuando ni eran clásicos ni vivían ya en America Latina. Y así Nabokov, Mann, Faulkner, Bashevis Singer, Joyce, Bellow. Mediterráneo con Marsé y Vázquez Montalbán. Borges indigesto. Llosa enredado con Marquez. Poirot envenenando a Marple en cualquier templete de Pollensa. Lecturas sin solución de continuidad, sin orden ni concierto, como un adicto en busca de su pico.
Y así llegarían los felices noventa y, con ellos, otra generación de escritores, algunos ya más productos de consumo editorial que glorias literarias, por mucho que recibieran premios y homenajes. El triunfo de la industria cultural. Industria y cultura. Palabras tan incompatibles como Memoria e Historia.
Me hice amigo de grandes escritores, algunos rendidos a la ley de la oferta y de la demanda. Compartí con ellos casetas en la Feria del Libro de Madrid, noches sin mascarilla con confidencias a la cuarta copa, terapia de necesidad cuando el mercado abandona al buen escritor. Fui y soy escritor entre escritores, con derechos de autor hasta la descatalogación. Junté letras, ensamblé palabras y amasé frases, capítulos y novelas.
Pero el escritor necesita lectores, tanto como el amante, amantes. Y cada vez menguan más, devorados por la inmediatez, el minifundismo de la palabra fragmentaria de la comunicación exprés. También falta el tiempo que nos roban los móviles. Y hasta inteligencia para comprender. Hasta interés para aprender. Falta volver a aprender a leer. Volver a la tiza, a la caligrafía, al verbo del subjuntivo y al futuro simple. No faltan libros como en la obra de Bradbury. Faltan lectores. Que San Jorge nos ilumine.
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