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Platero no tiene quien le escriba

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De un tiempo a esta parte, España se ha convertido en un bestiario. Y no porque haya patanes, ganapanes y bárbaros que son legión, sino porque, para desconsuelo de los animalistas, algunos ignorantes están utilizando determinadas razas como símbolos de su identidad colectiva. O, al menos, eso creen.

Que el toro bravo se haya enfrentado al asno catalán en esa arritmia convulsa para identificar las tribus nacionales y nacionalistas, no deja de ser un recurso iconográfico que debería prohibirse si queremos preservar la dignidad de nuestra fauna peninsular. Es nuestra deuda generacional con Félix Rodríguez de la Fuente.

Probablemente se debería impulsar una iniciativa para aprobar una Ley de Memoria Animal que impidiera la posibilidad de que las camarillas nacionales se apropiasen de nuestra fauna para usos civiles y militares, excepción hecha de la cabra. Los animales son de todos y nosotros somos una panda de animales.

Reconozco que he sido hombre de supercherías variadas, algunas inconfesables. Aún recuerdo en mi época estudiantil como, para proveerme de fortuna favorable, los días que tocaba examen no podía estrenar bolígrafo, tenía que acarrear todos los libros y códigos al aula y no podía cruzarme con un hombre calvo por el camino. Doy fe que el método resultó infalible.

Los niños que visitaban la isla de los juegos, abandonaban los estudios por holganza

Por otro lado, había una superstición que era fácil de cumplir, que no era otra que no darme de bruces con un borrico por la calle. Los romanos ya atribuían a las acémilas toda suerte de calamidades y plagas, pues no en vano el burro se ha caracterizado por ser paladín de la ignorancia, desde Shakespeare hasta el asno flautista de Iriarte.

Y esa gravosa reputación fue a alcanzar a Pinocho, ya que los niños que visitaban la isla de los juegos, abandonaban los estudios por holganza y se convertían en asnos. Extraña transfiguración que me hace pensar que, en la actualidad, hay holgazanes y zánganos en alguna parte de nuestro territorio que van camino de convertirse en cuadrúpedos a fuerza de cultivar la estupidez a granel.

Hasta el rabo, todo es toro. Y hasta la cola, todo es mula. Porque a la cola del garañón, en el folklore europeo, se le atribuían atributos curativos en los casos de tos ferina y picaduras de escorpión, que, como es bien sabido, están a la orden del día en la civilización moderna. Faltan rabos de asno en el mundo para contrarrestar tantas incisiones, así se las gasta la envidia, la mediocridad y la mentecatería. Porque, a propósito de mentecatos y de burros, y hasta de rabos, viene a cuenta y no es cuento, un episodio que tuvo lugar en París en 1910.

          ‘Puesta de sol sobre el mar Adriático’

París, 1910

Tres jóvenes intelectuales, hastiados de las vanguardias culturales intrascendentes y superficiales de la época, decidieron hacer pasar a un burro por una flamante promesa del nuevo arte, para lo cual se hicieron con una de estas bestias, de nombre Lolo, y le sujetaron varios pinceles al rabo.

Situaron un lienzo detrás de su cola y al paso que le azuzaban con zanahorias en el hocico del rucio, el animal ondeaba su apéndice de modo que el tapiz se iba tiñendo de un océano de colores. Una vez que el mulo dejo de rumiar la hortaliza, los tres jóvenes dieron por concluida la magna obra, que ni el mismo Monet podría haber producido. Burro-hombre en París.

Con el título de ‘Puesta de sol sobre el mar Adriático, los mozos culminaron su fechoría exhibiendo la obra en el Salón de los Independientes de París, como pintura atribuida a una tal Raphael Boronali, que no dejaba de ser sino un anagrama del nombre auténtico del burro, Aliboron, aunque todos lo llamasen Lolo.

Como era previsible en el marco de la estulticia rampante de hace un siglo, hubo un crítico que llegó a afirmar que la pintura era «un acto de furor innato, un prodigio del arte expresionista» y, a su vez, un coleccionista hizo una oferta para adquirir la obra por importe de 400 francos de la época, una cantidad colosal para los usos y cambios del momento.

Luis Buñuel en pleno proceso creativo

Finalmente, desvelaron la trama para injuria de aquellos que habían dado valor a la obra. También podemos proyectar este ejemplo al presente simple, donde hay mucho asno que, lejos de espantar moscas, pinta acuarelas con el rabo. Son los arribistas, los aprovechados y los tiralevitas. Los que, en su inconsciencia de animal salvaje, piensan que el talento y la inteligencia son defectos de especie. Burro-hombre en Madrid.

Madrid, 1929

Aunque para burrada, el asno putrefacto sobre el piano en ‘Un perro andaluz’ del maestro Luis Buñuel. La descomposición del burro sobre el piano no es sino el símbolo de la extinción irreversible de una forma aburguesada, hedonista y conformista de entender la vida, por mucho que el autor de ‘Viridiana’ evocara siempre esa imagen como un recuerdo de infancia.

A diferencia del trío de jaraneros parisinos que hicieron del mulo una metáfora viva de la estulticia humana, fueron otros tres jaraneros, de verso, toma y pincel suelto, como Buñuel, Dalí y Lorca, quienes respondieron a su modo y manera al costumbrismo edulcorado de ‘Platero y yo’ de Juan Ramón Jiménez.

Puede ser que los aragoneses tengamos fama y reputación de burros por nuestra perseverancia y tesón, y en esta cadena de terquedad sin límites, Buñuel es heredero de la vieja tradición de asnos de Francisco de Goya, de rebuzno fácil y de coz abierta, que tan pronto componen una alegoría a la vida como muestran el tenebrismo más siniestro de las pesadillas del pintor de Fuendetodos.

Buñuel es heredero de la vieja tradición de asnos de Francisco de Goya

España, siglo XXI

Puede ser que cien años después, España tenga apariencia de piano de cola, sumida en la estética de lo banal. Frente a esta concepción de lo correcto, de lo digerible, hay un elemento surrealista en todo lo que ocurre, que el pensamiento oficialista y el buenismo en boga no llegan a mostrar en toda su amplitud.

Algo se pudre, algo está caducando, algo irreparable está ocurriendo mientras, como los burros sobre el piano, observamos impasiblemente aposentados la escena. Atrapados en una conciencia que se resigna a enfrentarse a nuestros grandes desafíos como nación. La simpleza intelectual, la relajación ética, el conformismo, el hedonismo y la negación de la realidad como vía de escape. Rehenes de algunos complejos y cautivos de la envidia ciega.

Porque hablando de Buñuel, se le atribuye una anécdota que, bien historiada, debería imputarse a José María Forqué. Acababa de estrenar una de sus obras maestras y todo el mundo de la cultura había convertido ya a Buñuel en una referencia mítica del cine. Un día que regresó a Zaragoza a visitar a su madre a la altura de Paseo de Independencia 29, se topó con un burro auténtico de la tierra, antiguo compañero de los jesuitas.

Efusivamente, el amigo le saludó así: «¡Hombre Luis, qué alegría verte! ¿Pero qué haces por aquí? Oye, que me he enterado de lo de tu película. Ya la he visto: muy flojica ¿eh?». Un verdadero ejemplo de burro autóctono. Y sin piano de cola ni denominación de origen. O sí: envidia de España. Cien años después, todo sigue igual y al teclado de los dientes de la mula se escucha la ‘Tocata y fuga en Re menor’ de Bach. Una fuga a ninguna parte ni a ningún lugar.

Mario Garcés

Político, jurista y escritor. Inspector de Hacienda de profesión, ha sido Subsecretario del Ministerio de Fomento y Secretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdad.

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