La vida de un político comienza a veces con su biografía, pero a veces esa misma biografía puede terminar con él. Es el final de la impunidad de la impostura. Recuerdo cómo hace quince años, al calor de unas nuevas elecciones generales en España, había sido citado para tomar café por un diputado en las Cortes, en el mismísimo instante en el que estaba rehaciendo su currículum.
El diputado había nacido en la provincia limítrofe a la que le había correspondido electoralmente en ese momento, por imperativo de su partido que trataba de buscar hueco al ínclito político. Y asistí con perplejidad de párvulo a un proceso de montaje y desmontaje de biografía que puso a prueba mi integridad emocional.
Y no porque mintiera, que lo ignoro, sino porque su vida era un puzzle de piezas reutilizables a discreción en función de la demarcación territorial. Llegué a pensar que cuando entré en ese despacho había una persona y que, cuando salí, allí había otra. Ni Kafka ni Frisch. Circunspecto en su circunscripción. Todo ocurría de un modo muy castizo en la Carrera de San Jerónimo.
He conocido hacedores de autobíografías que ponen todo su ingenio en la elaboración del cuento de sus vidas, porque han construido una vida de cuento. Hay quienes sitúan en su currículum títulos inexistentes, pero los hay también que niegan en su currículum títulos existentes, so pena que se descubra que el hijo de trabajadores abonaba pingües tasas en escuelas de élite, algunas con blasón escurialense.
Y están los hijos de buena familia que humillaron sangre y alcurnia por abandonar la Universidad, y que cuando se entregaron a la política tuvieron que regar de inventiva su semblanza.
Nada es grande ni nada es pequeño, menos todavía en un mundo como el actual donde apenas existe perspectiva, medida y en el que la lente de la realidad nos devuelve cristales rotos de comprensión.
Quizá por eso, en política no se puede banalizar y dar sentido relativo a lo que se nos antoja exiguo o intrascendente, porque el alcance de la importancia o de la levedad, depende de un juicio colectivo escasamente sensato. Y eso incluye cualquier dato biográfico incorrecto o incompleto. Porque los que se atribuyen títulos inexistentes viven su complejo de inferioridad y buscan un igualitarismo de élite ilustrada que nunca van a tener.
A la biografía se llega por el esfuerzo, no por el enredo. Mis horas de estudio y mis horas de trabajo no las sustituye nadie, por mucho que quien lo intente no haya hincado codos en su vida de wikipedia.
Fue Ramón y Cajal, en su ensayo a modo de discurso de recepción leído en 1897 en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, el que lo señalaba con precisión aragonesa:
«Nuestra apreciación de lo importante y lo accesorio, de lo grande y de lo pequeño, asiéntase en un falso juicio, en un verdadero error antropomórfico. En la Naturaleza no hay superior ni inferior ni cosas accesorias y principales. Estas jerarquías, que nuestro espíritu se complace en asignar a los fenómenos naturales, proceden de que, en lugar de considerar las cosas en sí y en su interno encadenamiento, las miramos solamente en relación a la utilidad o el placer que puedan proporcionarnos. En la cadena de la vida todos los eslabones son igualmente valiosos, porque todos resultan igualmente necesarios. Juzgamos pequeño lo que vemos de lejos o no sabemos ver».
La tentación de sobrescribir vidas ha llevado a unos cuantos a practicar el género de la comedia, y, aún así, se sienten ufanos de ello. No miden lo grande, de modo que son incapaces de medir lo pequeño. En su vida imaginaria, todo es igual, sea verdad, mentira o cualquier otra medida moral que parece haber ahora entre verdad y mentira. Solo son ellos y su irrealidad.
Y para irrealidad, el universo vaporoso e interminable que propagan las redes sociales y las nuevas tecnologías. Causa bochorno contemplar el espectáculo del exhibicionismo vacuo y destemplado de determinadas fotografías que hacen biografía, pero biografía cutre.
Es el triunfo de la mediocridad sofronizado con imágenes de consumo rápido y vaporeado por cientos de «me gusta» tan bastardos como insinceros y siempre patéticos. Porque la mediocridad es un verdadero régimen que se promueve en la comunidad de mediocres, y lejos de ser contrarrestada, es vitoreada.
La república de la mediocridad cuenta con un corifeo de súbditos insustanciales que hacen de su vida un tributo a la nada. Viven enredados. Viven en la fe del WhatsApp y del Instagram, ya beatificados en cuerpo y alma con la bendición del Dios tecnológico. Ellos verán. Ellos sabrán. Ellos sufrirán. Porque es una fe muy peligrosa, que consume vorazmente hasta dejar convertido al personaje en un desecho de biografía tan corta como su inteligencia. Serán recuerdos pronto, enterramos como los soldados de terracota del Mausoleo de Qin Shi Huang. En vez de soldados, les acompañarán «me gustas». Que los disfruten en el viaje al otro mundo.
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