La primera vez, y por cierto, la última, que vi a Sara Montiel fue en Palma de Mallorca, ascendiendo con parsimonia e ingravidez la escalinata de la Delegación de Hacienda. Corría el año 1994 y, entre las sombras y el pedernal de los escalones, la actriz recorría el camino directo hacia la ventanilla del Servicio de Recaudación. Cruzamos la mirada y tras un saludo convencional, la perdí de vista por debajo de las luminarias donde se asentaban las providencias de apremio y otras órdenes de última voluntad fiscal.
Veinte años después, un 8 de abril de 2013, en el legendario cine Doré de Madrid, y mientras presentaba los sellos que Correos dedicaba aquel año a Tony Leblanc, Rafael Cid y Fernando Fernán Gómez, un miembro de la organización me pasó un papel en el que me indicaba que la actriz acababa de fallecer. Como estaba en pleno uso de la palabra, decidí al pronto dar la noticia en ese mismo acto, por más que no hubiese corroborado la veracidad del suceso.
Dos consecuencias tuvo aquel repentino movimiento: por un lado, pasé por ser la persona que anunció «orbi et orbe» la muerte de Montiel y, de ese modo, abrí algún programa de polvo de estrellas y demás satélites patrios. Y por otro lado, al acabar, se levantó visiblemente afectada Emma Cohen y, llorando, me estampó un beso en la boca. Huelga decir que me zafé de inmediato y no por falta de admiración a la actriz y escritora, que la tenía, sino porque el lugar y el momento no acompañaban.
Sara Montiel era una aleación de pura sexualidad y de pasión por la vida, a pesar de que el pensamiento amortiguado y mojigato de la época lo rebajase al patrón de la sensualidad, pues no en vano, todo lo sensual es sensorial, y de allí vamos todos sobrados. Será por nostalgia, por remembranza o por ausencia de criterio emocional y estético, pero ya no hay actrices como Montiel. Ni como Anna Magnani. Ni como Sofia Loren. Hay otras actrices, con otras cualidades, pero la sexualidad se irradiaba entonces sin filtros ni ensayos a tutiplén. Era preternatural y profundamente físico, tan hondo, que eran innecesarios los guiones.
Una mirada de la Magnani abarcaba el universo completo del cine de muchas actrices de nuestros tiempos. Porque la modernidad cinematográfica ha provocado que se doblen piernas y pechos, y por sucumbir a la dulce tentación de doblar, no ha sido ajeno el mismo sexo, que también hay casos. La Montiel llegó a Los Ángeles, donde se llegó a casar, y no precisamente en los de San Rafael.
Pero sería herético fundir sexualidad y arcangelismo, por mucho que para algunos componentes de la nueva hornada de la población mundial, «el sexo de los ángeles» les pueda evocar un desfile de moda de una de las principales marcas de lencería internacional. Pues hoy es frecuente discutir sobre el sexo de los ángeles, y no precisamente de los de Charlie, que lo tenían inequívoco para los adolescentes de nuestra generación. Y quizá allí resida uno de los principales problemas de nuestro siglo. No es ceguera, como Saramago, sino una miopía lancinante que nos impide ver de lejos, para poner el foco, como se dice ahora, en lo de cerca. Es el cristalino de todo el mundo occidental, que, ofuscado por la opulencia y la profilaxis de las nuevas tecnologías, abraza la proximidad y abomina la longitud.
Es más cómodo perder tiempo y energía en vociferar sobre el sexo de los ángeles como en la Constantinopla de 1453. Aquel año, y según la leyenda, los turcos invadieron la ciudad a sangre y fuego, ante la pasividad de la población sumida en un vibrante debate sobre el sexo de los serafines. Y no era un asunto menor en la época, pues los dogmas del cristianismo revestían y revisten gran trascendencia. Pues hoy pocos recuerdan el orden y la jerarquía de las cohortes de ángeles, distribuidos en escalafón: ángeles, serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados y arcángeles.
Sin embargo, con el transcurso del tiempo, el asunto desmereció la importancia que tenía para convertirse en asunto banal y secundario, una «cuestión bizantina». Y ello, a pesar de que Jesucristo eludió la pregunta de los saduceos sobre con quién estaría desposada una mujer que en el mundo lo hubiese estado con siete hermanos: «En la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo». Y así surgió también otra expresión, en desuso, pero expresión, como «trampa saducea».
Entre galgos y pondencos pasan los años, y ya lo avanzó Iriarte en la fábula de «Los dos conejos», cuando los perros dieron caza a los gazapos que se habían envuelto en una trivial discusión sobre el pedigrí de sus depredadores. Y a la metáfora se regresa cada día: «Los que por cuestiones de poco momento dejan lo que importa, llévense este ejemplo». No parece que haya remedio a este desvarío, que es dejación de nuestra responsabilidad.
Fin de año y un año más, al asalto de valles y al salto de vallas. Podremos seguir hablando del sexo de los ángeles, y hasta del sexo de la Pantera Rosa, de Goofy, de Espinete o de los Telettubies. Y, por hablar, hasta del sexo de la Gallina Caponata, a mayor gloria de Emma Cohen. Pero parece que el tiempo pasa. El del sexo y el de los ángeles.
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