El poder acostumbra a ser una trituradora de la sensatez y de la bondad. Un taladro que horada el pavimento de la razón y de la gratitud. Por eso, el poder político corrompe. Pero permítanme que distinga dos categorías de corrupciones: la corrupción material y la corrupción intelectual.
De la corrupción material, andamos sobradamente informados y hasta extrañamente hastiados, convencidos, como si de una fatalidad se tratase, de que no tiene remedio ni final. Pero de la corrupción intelectual apenas se habla y es otra gangrena acaso tan corrosiva o más que la anterior.
Al día siguiente al que se produce el acceso al poder, de una forma u otra, comienza a evidenciarse que aquel discurso de aspirante, impoluto y cabal, comienza a resquebrajarse. Y que todas las promesas adquieren, como un ensalmo, una pátina de irrealidad, como si de un sueño se tratase. Verdades y mentiras, sueños y realidades entretejen vínculos y descosen relaciones, sin remisión. En la dramaturgia de Calderón de la Barca hay una tesis completa sobre los efectos devastadores de la ostentación del poder. Entonces y ahora.
Los políticos son, en muchas ocasiones, personas escindidas, a caballo entre su inocencia perdida y su ambición de consolidación del poder adquirido. Y escindidas entre su ética pública y su moral privada. Exigen a todos lo que ellos mismos no están dispuestos a hacer en privado para sí. El desdoblamiento es tan cínico habitualmente que no cabe la indulgencia.
En ‘Duelos de amor y lealtad‘, Cósdroas ruega el auxilio de Decio para llevar a cabo el levantamiento de los persas, sometidos a vil esclavitud, para lo cual trama el asesinato de sus amos en la noche, mientras duermen. Cuando llega el momento de matar a su ama, Decio se niega y vean cómo se despacha con Cósdroas. Por si pudiera servir de ejemplo a algún caso contemporáneo: «Muy distinto/es cumplir yo con la patria/que haber de cumplir conmigo/».
A su vez, en los últimos tiempos no hay líder político en nuestro país que no lleve a su boca y exprima con fuerza entre sus dientes la palabra «patria«. Patria. Patrias azules, rojas, naranjas, verdes y moradas. Es el juego de las modas, que lanzan a la papelera como desecho inorgánico las voces más respetables por no estar en boga, para recuperarlas del armario cuando se necesitan. Lo que realmente signifiquen, para los relativistas y los antimoralistas, qué más da. El concepto tiene la misma importancia que un voto en una reality televisivo. Y así, queriendo o sin querer, lo que hacen los salvapatrias es traicionar a la patria a la que amablemente venían a salvar.
No debería faltar en un país de hombres ilustrados e inteligentes quien, como Segismundo, replicase al rey Basilio: «¿Cómo a tu patria le has hecho/tal traición, que me ocultaste/a mí, pues que me negaste/contra razón y derecho,/este estado?/» (‘La vida es sueño‘). En este sentido, los hay, como en las obras de Calderón, que traicionan como gobernantes y súbditos a su país, al punto de justificar todo. Como Clotaldo en ‘La vida es sueño‘: «Él no debió examinar/si era bien hecho o mal hecho».
También respira un sentido estoico profundo Heraclio en la obra ‘En esta vida todo es verdad y todo es mentira‘: «Siendo tan leve la pompa/que no hay humano sentido/que ser verdad o mentira/pueda afirmar, te suplico/que más lustre no me des,/que dejarme en mi retiro/a vivir como viví».
Pero no hay poder, sin traidor, un icono de la obra calderoniana. El felón es un pretendiente del poder que seduce con artificios y dobleces al rey o presidente que hay que derrocar, aspirando a que baje la guardia, en cuyo momento habrá de asestar el efectivo estoque. De la inteligencia y habilidad del rey depende la evolución de la trama calderoniana. Muy volátil al albur de cómo reacciona el propio rey o de cómo se afana el aspirante/traidor. Para éste, su comportamiento es de raíz deleznable, lo sabe, pero también redimible por cuanto las más de las veces piensa que lo hace con una buena finalidad, que es la de gobernar él mismo.
En ‘La gran Cenobia‘, el sobrino de la reina se rebela contra Cenobia, viuda y reina por la muerte de su esposo. Y ante esa infamia en su efímera aspiración de poder, se dedica a criticar su mandato con el fin de deteriorar progresivamente su legitimidad como gobernante. ¡Imagínense, por un momento, que Libio hubiese dispuesto del poder de los medios de comunicación actuales para erosionar taimada y paulatinamente a un presidente! No cambian, en cuatro siglos, los sentimientos de fondo, cambian los medios. Y, como comprenderán fácilmente, gana quien mejor se adapta a ellos. Y hay que reconocer que en estas circunstancias en España hay un claro vencedor.
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