El amor en tiempos de la cólera moderna ya no es el amor de la antigua normalidad, sino un sentimiento extraño e incierto, casi imposible de controlar y casi imposible de predecir. Amar ahora pasa por ser una ilusión pandémica. Un reflejo emocional y mórbido de lo que puede llegar a ser pero no se sabe si finalmente será. La vieja normalidad de Los puentes de Madison ha dado paso a los controles de policía a la salida de Madrid en los puentes de la M30. Porque en España, es proferir la palabra «puente» y se desata una angustia de Simca 1200 en caravana de salida de gran capital, como si no hubiese vida después del lunes de la fiesta de guardar.
La economía circular debe ser esto en la nueva normalidad. Una forma de dar vueltas a todo para no llegar a nada. A lo más parar urdir la forma flagrante de escapar de Madrid antes de que el director del colegio cierre la puerta de la Comunidad. El pasado puente del Pilar, miles de personas escapaban antes de que se decretara el inminente estado de alarma creando una alarma de Estado. El colegio mayor sigue cerrado y el director no sabe qué hacer para evitar la rebelión del Madrid abanderado.
En ese Madrid de cruces de San Andrés y pabellones rojos y blancos al azul de otoño, ya no hay parejas mixtas. Parejas de amor sincero entre personas de izquierdas y de derechas, centralistas y federalistas, partidarios de la independencia y partidarios de la ley de dependencia. El bendito ruedo ibérico ya no abre toriles y solo deja entreabierta la puerta del arrastre, donde las mascarillas han sustituido a las cuadrillas. Y donde los amores imposibles, por nobles y sinceros, son color de albero y fantasía goyesca. Porque, imagínese que ocurre en nuestro país si de buena mañana un apóstol del Dios Losantos oye de su hija que se ha enamorado de un podemita de Usera. O si un hermeneuta de las obras de Marx y Engels, entre facturas a medio pagar, escucha de su retoño bolchevique que se ha enamorado de una pija de Aravaca. La intuición antropológica predice una reacción fatal, aunque no se disponen de datos sólidos.
Al contrario que en Estados Unidos, entre Trump y Biden. En la tierra de atraque del Mayflower, allí donde Elvis Presley casa en los casinos, los resultados son demoledores. Mientras que, en 1960, tan solo un 4 por ciento de votantes del Partido Demócrata y un 5 por ciento de votantes republicanos mostraban su disgusto si sus hijos se casaban con un votante del partido contrario, ahora un 33 por ciento y un 49 por ciento respectivamente, estarían bastante o muy molestos. Pero es más, hasta un 20 por ciento de los demócratas y un 16 por ciento de los republicanos creen que el país estaría mejor si muriera, por la razón espontánea que fuere, un número significativo de sus rivales políticos. Claro, casi la mitad de los norteamericanos considera que los votantes del partido opuesto son «malvados». Y no parece que este fenómeno sea genuino del país del Far West y de Escarlata O’Hara, que, por cierto, debería firmar también el manifiesto «antiokupación» si no quiere volver a pasar hambre.
Nosotros contra ellos. Buenos contra malos. Montescos del Barrio del Pilar contra Capuletos de Pozuelo. Hay un metaamor político que hace matrimonio y hace Gobierno. Pero hay uno de los amantes de la Moncloa que, como Benvolio, anda diciendo: «Lo bueno poco dura» y «Es inútil buscar a quien no quiere ser hallado». Mientras que Romeo abatido ya solo sabe decir: «Enséñame a olvidarme de pensar». Mientras, nos reafirmamos como individuos tribales en la medida que condenamos a nuestros adversarios. Antes eran redes de alcahuetes, correveidiles y trotaconventos. Ahora son las otras redes, las del Ciberleviatan, las que nos aíslan afectivamente en cámaras de resonancia donde nos exponemos a mensajes repetitivos que conforman nuestros prejuicios de clase, ideológica o de sentimiento.
El adversario es un antipatriota, ya sea con bandera en la muñeca o con tirabuzón en la coleta. La descalificación del «otro» supone degradarlo a un estado de inferioridad moral, en el que no cabe la resurrección en vida. Y no es casualidad en este análisis que la percepción del nuevo Occidente es que las nuevas generaciones cultivadas en la democracia liberal piensen que van a vivir peor que sus padres. Pero es más, porque el estremecimiento está aquí: mientras que dos de cada tres norteamericanos de más de 65 años creen que es absolutamente importante vivir en democracia, solo uno de cada tres menores de 35 años lo comparte. Y paradójicamente este impresión está impregnando más a las élites universitarias que a los operarios de jardines de Harlem.
En estas circunstancias, Romeo y Julieta tienen poco porvenir, salvo en algún sainete con ocho apellidos identitarios. Resulta que los Capuletos tenían un ascendiente vasco que les permite jugar en el Athletic y los Montescos tenían sangre de Triana, allá donde todavía bulle la «Anselma». Las familias no quieren que se casen y ya no pueden venir a Madrid porque está cerrado. Pero quizá lo puedan conseguir. Para ello, eviten leer mensajería de móviles, ver la televisión, escuchar la radio y compartir mantel con el cuñado soplagaitas. Así, y solo así habrá una oportunidad.
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