Estamos acostumbrados, por mucho que nos pese, a creer en algo, por muy extraño que sea. Los tiempos de la cólera moderna han exhumado antiguas supercherías y han inhumado no pocas evidencias científicas. Los más ilustrados en las teorías conspirativas de Tutankamón señalan que el origen de todos los males que nos acechan se halla en el desenterramiento de Franco. Aquel que al tercer año había resucitado en la novela de Vizcaíno Casas.
En los años en que se editó la novela, Vizcaíno no se escribía Bizkaino y el dictador se autoexhumaba, a sabiendas de que vendrían otros, años después, para despojarle de su cárcava en el Valle de los Caídos, y convertir al sátrapa en un caído del valle. Otros piensan que la interpretación en salmodia de las canciones en salmuera del “Dúo dinámico” puede tener un efecto satánico. Los hay también que piensan que hasta que no se corte el pelo Pablo Iglesias no vamos a dejar de caer en barrena, sin solución de continuidad capilar.
En los últimos meses, presas del reclutamiento forzoso en nuestras casas, levas confinadas, los españoles hemos pasado a comportarnos como las palomas. Como la paloma de Skinner. Fue Skinner el que descubrió que las palomas padecen también del ensalmo de las supersticiones cuando viven en cautiverio. De modo que mecanizan comportamientos y automatizan movimientos pensando que hay una relación causal entre sus acciones y sus resultados. Dan vueltas sobre sí mismas o picotean sincrónicamente un número determinados de veces los barrotes de la jaula. Lo hacen porque deducen que de ese modo obtienen el pienso del día.
Durante el confinamiento domiciliario, los españoles llevaron a cabo toda suerte de prácticas. Como dar diez vueltas alrededor del cónyuge para ver si desaparecía un rato, o abrir y cerrar compulsivamente la ventana para intentar que los niños se callasen en algún momento. Incluso lo llegaron a hacer personas ilustradas y letradas de cuerpo entero, que utilizaban su inteligencia para construir razones ante sus extravagancias. El mundo de las redes sociales nos ha alienado y pensamos todos que somos Steve Jobs microfonado.
Puestos a hablar de alienaciones, cuatro de cada diez norteamericanos creen que los alienígenas existen. Porcentaje que en España crecería exponencialmente en las últimas fechas si atendemos a las “marcianadas” que se escuchan. Pero es que el 54 por ciento de los ciudadanos del país de Biden cree en los ángeles y en los fantasmas. Y una cuarta parte de los estadounidenses también cree en los viajes en el tiempo, prueba manifiesta de la perturbación mental que produjo en la población películas como “Regreso al futuro” o “Y Peggy Sue se casó”.
Pero es más, porque una décima parte de esa misma población cree en Bigfoot y eso que no han visitado España muchos de ellos. Uno de cada veinte cree que existen vampiros, hombres lobo y zombies, en lo que parece la estructura morfológica de algún partido político. Para los terraplanistas y los que siguen creyendo en el Triángulo de las Bermudas, que para los más jóvenes no es una novela erótica, hay que pedirles que piensen en excentricidades con moderación.
Y más ahora que nos invade una plaga que recibe el nombre de los negacionistas y que son extremadamente ruidosos. Para ellos, que cantan al ritmo de “Amante bandido” de Bosé y “El espíritu del vino“ de Bunbury, hay que pedirles prudencia, ya que carecen de ciencia. Y hasta de consciencia.
En otras palabras, pueden intentar con toda su imaginación conspirativa y alternativa negar lo que está ocurriendo y cuestionar algunas de las medidas paliativas básicas. Y hasta pueden negar la ley de la gravedad y lanzarse desde lo alto de una azotea a la calle. Pero irremisiblemente la gravedad no va a dejar de funcionar para ellos. Cada vez que veo defender estas tesis pienso inevitablemente en que debe ser cierto que existen los reptilianos y que comen ratas como en “V”.
En suma, que la química de las emociones, y a veces la misma química, genera fanáticos. Estamos entrenados, por indolencia, a defender afirmaciones categóricamente falsas. Es el pensamiento mágico frente al pensamiento racional y crítico. Y la magia es literatura, cine, sensualidad y hasta deporte en estado sentimental, pero nunca puede sustituir a la ciencia. De lo contrario, la Ilustración entrará en estado de hibernación polar y no habrá vacunas para tanta estupidez.
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