Colares: el ‘vino fino’ portugués

Sí, el Colares es una rareza, y siempre lo ha sido. Pero compensa subrayar lo importante: merece atención por bueno y no por raro.

Ignacio Peyró. 03/09/2014
El vino tinto puede cambiar el color de nuestros dientes

Más allá de las mil declinaciones de los Madeiras y Oportos, Portugal abunda en vinos infrecuentes, de los proyectos de la casa Niepoort a los moscateles inmemoriales de Setúbal, de las añadas viejas de Buçaco a unos generosos de Carcavelos en mayor peligro que el lince ibérico. El vino de Colares es una de estas “raridades”, uno de esos nombres –como Sitges o Benicarló- engullidos por el tiempo, partícipe incluso de los viejos prestigios de fondillones o Bucelas, y decaído mucho atrás sin mayor lamento ni drama. Si acaso permanece un conocimiento residual: “¿Colares? ¿No era ese vino que se bebe muy viejo, el de los suelos de arena?” Sí, el Colares es una rareza, y siempre lo ha sido. Pero compensa subrayar lo importante: merece atención por bueno y no por raro.

Desde luego, el Colares lo tiene todo en contra para que se hable de él. En primer lugar, porque es difícil hablar de lo que no existe y este vino existe apenas tenuemente: basta una mano para contar los elaboradores, uno de ellos la cooperativa del lugar –en Portugal las cooperativas tienen mucho peso- y otro un joven entusiasta recién llegado y que pone en el mercado no más que unos cientos de litros bajo la enseña de Monte Cascas. Por tanto, hablar del Colares es hablar, a la fuerza, de botellas viejas, de bodegas que cerraron, del pasado.

Si apenas quedan productores es porque apenas quedan cepas. Las cuentas varían según la fuente, pero la zona nunca llegó a tener más de mil hectáreas de viñedo. Y en las últimas décadas, su situación –una estrecha franja arenosa frente al mar, al pie de la sierra de Sintra, media hora al norte de Lisboa-, así como las exigencias de su viticultura, han reducido el cultivo a menos de veinte. Con las vides se fueron quienes las trabajaban, por un motivo fácil de trazar: cuando una constructora ofrece millones por un viñedo para edificar un resort junto a la playa, ¿quién va entregarse a cuidar las cepas, en las condiciones nada amables que luego se verán, para un vino invisible y sin especial mercado ni prestigio? En la última década, con todo, parece que el arranque de las viñas se ha frenado.

Por último, la uva ramisco, una de esas excentricidades ampelográficas de Portugal, tampoco ayuda al Colares: en concreto, le aporta una abrumadora carga tánica que sólo se doma al paso de los años –en este caso, de muchos años. Por algo la han llamado, con los riesgos que tienen estas comparaciones, la nebbiolo portuguesa, aunque hay quien la quiere prima lejanísima de la pinot noir y, francamente, para la mayoría seguirá siendo, a buen seguro, tan sólo otra de esas uvas impronunciables y astringentes del país.

Finalmente, en el mejor de los casos, si una botella de Colares ha sido bien añejada y conservada, aún tiene margen para decepcionar. No en vano, frente al gusto predominante por los vinos densos, muy extraídos, alcohólicos y cubiertos, el Colares se presenta poco tintado, con un cuerpo relativamente ligero, gran acidez, una nota inhabitual de salinidad y un alcohol que no supera los 12,5 grados. Es, en tiempo de vinos paquidérmicos, un vino “fino” y de un perfil, digamos, chapado a la antigua.

Admitidas todas las culpas del Colares, ahora vamos con la parte buena: quien ame, por ejemplo, los riojas viejos o los barolos muy hechos, o los Borgoñas –pienso en la Côte de Nuits- de cuerpo más ligero y aromas complejos, se llevará una sorpresa y una alegría con él. Y son impresiones destinadas a durar: la tanicidad, que lo hace inabordable en su juventud, garantiza que el Colares pueda beberse con más de cincuenta años, sin necesidad de poner entusiasmos arqueológicos por parte de quien lo toma. De otros más antiguos, de los años treinta, siempre se han sospechado adiciones posteriores o crianzas eternas en barrica.

El Colares también les gustará a quienes tengan el esnobismo –ya que lo hemos mencionado- de la rareza, o la afición a los terroirs extremos. Pocos más complicados y radicales que éste. La ramisco es de las escasas variedades jamás atacadas por la filoxera: con las raíces en la arcilla, cada planta se va recubriendo año a año con capas de arena que pueden alcanzar un grosor final de cinco metros, de modo que el paisaje a los ojos es –aquí no hay espalderas- el de cepas reptantes por las dunas. Estas son las vides del Colares de “chao de areia”, que es en el que pensamos cuando hablamos del Colares.

¿Por qué la arena, aparentemente tan enemiga de la vid? En el caso del Colares, ayuda a la maduración de las uvas al concentrar el calor: no es una previsión al azar en una zona con una temperatura media diez grados inferior a la de Lisboa, humedad de pie de playa, nieblas permanentes y vientos harto severos del Atlántico. La vendimia, aun así, es comparativamente tardía, en parte porque las cepas de pie franco tienden a una maduración más lenta de las uvas y a una carga alcohólica menor. Sin embargo, la arena también presenta inconvenientes y trabajos añadidos: durante el verano hay que emplear un sistema muy rústico –básicamente, unos palos- para separar los racimos del suelo y que no se abrasen, y con el cuidado suplementario de no alzarlos mucho para que la ventolera no acabe con las uvas. También por el viento se levantan, a cada poco, empalizadas de cañizos sin las cuales las viñas quedarían muy dañadas. La zona ofrece otros vinos  –un blanco de malvasía llamada “de Colares”, tintos de “chao de rijo”, sin arena- pero ni uno ni otro son estimulantes. Nota de color: los viticultores tienen por costumbre plantar manzanos en los pagos de Colares.

Otra excentricidad de este vino, como dan fe las muy enguirnaldadas etiquetas de sus botellas, radica en su historia egregia: la ramisco –rara incluso para los estándares de rareza de las uvas portuguesas- lleva en la región desde que Portugal es Portugal y hasta la llegada de los surferos de la playa de Guincho, la zona siempre se consagró a la vid. A tal efecto cedieron los terrenos, en el Bajo Medievo, los reyes. Posteriormente, el vino iba a gozar de fama internacional, como sus vecinos, los blancos de arinto de Bucelas: en tiempos de la filoxera, se bebió en toda Europa, fue favorito de la buena sociedad y de la corona portuguesas, se menciona con elogio en las novelas de Eça de Queirós y, en fin, se convirtió en el “claret” o el “Médoc” portugués, la norma de calidad y el vino más conocido del país excluidos el Oporto y el Madeira. Véase que su regulación –la Denominación de Origen- es de las primeras, de comienzos del siglo XX.

Ese éxito llevaba dentro su decadencia, sin embargo. La demanda de Colares, por su limitada área de cultivo y sus muy menguados rendimientos, superaba a la oferta, lo que llevó a unas prácticas que hicieron poco por sostener su reputación: el encabezado, el empleo de uva de otras zonas, además de la chaptalización generalizada. Los precios –el Colares siempre había sido vino caro- y el prestigio cayeron para ya no levantar. Aun así, siempre se ha mantenido un cierto remanente de afecto –pienso ahora en Hugh Johnson- entre quien probó el “old” Colares.

En Portugal es fácil hacerse con botellas viejas: el mercado de la exportación es muy limitado y en su propia tierra dista de ser un vino con buena salida, más allá del consumo regional. Sin embargo, merece la pena, y mucho, hacerse con “garrafas” antiguas de las mejores casas, Visconde Salreu, Viúva de Gomes o –todavía en activo, pese a su ancianidad- António Paulo Bernardino da Silva, que bajo su florido nombre oculta a un productor tradicional, como no podía ser de otra manera en la zona, y de calidad consistente.

Su vino está en el mercado bajo la etiqueta de Colares Chitas, sale a la calle tras –como mínimo- año y medio en fudres de roble viejo y seis meses de reposo en botella. Su 87 y su 83, perfectamente redondos, complejos de terciarios, con notas de tabaco, cedro, trufa y humo, mantienen una acidez muy viva. Son vinos elegantes y sutiles, pero su paso en boca fácil –resultan ideales para la comida- no oculta que el Colares tiene puño de hierro bajo el guante de seda: a cada poco va ganando matices, y su posgusto es muy largo.

Para quienes estén hechos, por ejemplo, a los Tondonias con años, no dejará de haber ahí una mezcla de familiaridad y exotismo. Con nosotros, por ejemplo, pasó la prueba más difícil: con otros contendientes, aparentemente superiores, en la mesa, nadie quiso apartarse del Colares. Como se ve, tiene el suficiente aliciente como para comprar las botellas que uno pueda: por bueno, por raro, o por esa rara misericordia de no estar subido de precio.

Relacionados

Últimas noticias

Subir arriba

Este sitio utiliza cookies para prestar sus servicios y analizar su tráfico. Las cookies utilizadas para el funcionamiento esencial de este sitio ya se han establecido.

MÁS INFORMACIÓN.

ACEPTAR
Aviso de cookies
Versión Escritorio