Manzoni: “Siéntese, que yo me ocupo”

En una trattoria no hay que esperar, en principio, más sofisticaciones que la simple felicidad de un pesto bien hecho.

Ignacio Peyró. 16/09/2014
Trattoria Manzoni, Madrid
Trattoria Manzoni, Madrid. Haz clic en la imagen para más información

Paolo Monelli cifra la esencia de la trattoria en las palabras que le dirigió un mesonero de Pescara: “Siéntese, que yo me ocupo”. Valga la anécdota para afirmar que el propósito de estos restaurantes no es otro que ofrecer una cocina honesta, buena y sencilla; la cocina familiar y popular de esas mammas italianas cuyas caderas pueden llegar a obstruir un callejón. Por eso, en una trattoria no hay que esperar, en principio, más sofisticaciones que la simple felicidad de un pesto bien hecho. Y esa no es cosa sin mérito.

Vástago del ya muy aureolado Don Lisander, Manzoni ha situado su horno en la entrada como si quisiera refrendar esa honestidad. Experiencia no falta: con Nacho Gil –viejo conocido de los locales de Andrea Tumbarello y César Martín- al frente, esa frescura tan necesaria al repertorio italiano es cosa segura. Son gestos, pequeños o grandes: la corteza de naranja cortada al instante para un buen vermú, dos hermosas trufas de verano ralladas con generosidad sobre un risotto canónico, cremoso en su textura, consistente en el arroz. También está en esa liga de lo fresco el aperitivo ibérico-itálico del salmorejo con ricota y una lágrima de aceite con albahaca.

Sin embargo, uno no sitúa el horno a la entrada para no ceder el protagonismo a las pizzas. Como en Don Lisander, aquí son de masa muy fina, crujiente, poco leudada para favorecer la ligereza. No pocas de las pizzas escandalizarían a un purista napolitano: en la preferida de la casa encontramos camembert, huevos de codorniz e incluso, hidrato sobre hidrato y crujiente sobre crujiente, chips caseras. Por suerte, el aceite de trufa ni se huele.

Pasta, Trattoria Manzoni. Fotos: revistahsm.com

El resultado, incluso en este caso extremo, es sobresaliente de apetitoso. Las pastas, en cambio –como una carbonara sin la mixtificación de la nata o unos quadrati rellenos de solomillo- gustan sin enamorar.

Tanto esas pizzas radicales ya citadas como el carpaccio confirman que Manzoni se distancia de ese inmovilismo que –con cierta injusticia- se le achaca a los estándares italianos. Sin embargo, no todo cuaja: el carpaccio triunfa en su corte más grueso y en el ligero templado, pero la delicadeza de la carne se ve avasallada por la crema de gorgonzola. En cambio, el tiramisú, que debería estar bien cremoso, no lo está. Al menos, hay un canolo no-ultracongelado para consolarse.

La carta de vinos da muestras de un esfuerzo: en primer lugar, para ofrecer precios razonables; en segundo lugar, para ir más allá de las referencias, tan escasas, habituales en los restaurantes de su género. No es dato menor porque todavía no están tan lejanos los días en que un restaurante italiano podía no tener un solo vino italiano. Nosotros comenzamos con un riesling seco de Von Buhl –Palatinado- y continuamos con una garnacha racial elaborada por Argiolas: la cannonau sarda. Con todo, echamos de menos un punto más de ambición: algún Barolo más, algún Amarone, siquiera el Turriga de la propia Argiolas… Como final feliz, eso sí, no falta la grappa, mejor joven.

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