No conozco Filadelfia y, en cambio, como deudor de mi mitomanía menguante y de mi imaginario íntimo, podría parecer que he vivido allí. Ofrezco, pues, mis servicios como guía de viaje para explorar la ciudad que declaró la Independencia y dio acta de nacimiento a Estados Unidos como país. A orillas del río Delaware, llegó a ser en el siglo XVIII la tercera ciudad más poblada de las Trece Colonias, únicamente por detrás de Londres y Dublín.
Y allí, donde todavía se conservaban y conservan los primeros callejones adoquinados de Elfreth’s Alley, irrumpió una ciudad imperial de mansiones georgianas, donde se levantó el primer hospital del país, se constituyó el primer cuerpo de bomberos, que en Estados Unidos, además de calendario con mangueras, es religión, o la primera Facultad de Derecho.
Pero, para los de cultura en fundido negro y en sala de cine a las cinco de la tarde, Filadelfia es la ciudad en la que nació Richard Gere, al que recuerdo una vez más que me sugirió rodar una película juntos; el territorio físico desgarrador de las décadas ominosas del SIDA con el ángel Tom Hanks interpretando un personaje memorable, acompañado por Banderas, y no las de nuestros antepasados, sino la de Antonio, el malagueño; la ciudad que unió a Cukor, Hepburn, Stewart y Grant, para rodar «Historias de Filadelfia», un alegato contra la hipocresía y contra la desigualdad. «No hay nada tan hermoso en este mundo nuestro como ver a las clases privilegiadas gozando de sus privilegios» si prestamos atención a Stewart cuando habla a Hepburn. Y para algunos esta frase no ha perdido actualidad.
Pero, y llegando al fin, Filadelfia son los «Rocky Steps», los escalones frontales del Museo de Arte por los que, al ritmo de «Gonna Fly Now», Sylvester Stallone, el otrora potro italiano, culmina el ascenso de Rocky Balboa hasta la cima, carrera que, al decir de muchos traumatólogos y fisioterapeutas, han replicado múltiples turistas. Recién estrenada la nueva entrega, Stallone, que siempre podrá alardear de haber trabajado para Huston en «Evasión o Victoria», ha llegado a afirmar que «yo soy Filadelfia y Filadelfia es yo». No seré yo quien le quite la razón porque no tengo ni media torta.
Difícilmente hay un deporte que represente mejor la vida y, de modo particular, la actividad política, que el boxeo, un deporte agónico, de percusión. En el boxeo, a diferencia de otros deportes de contacto, no se aspira exclusivamente a acorralar al oponente o a frustrar sus movimientos, como en el karate o en el judo. En el boxeo se busca golpear hasta la aniquilación o hasta la indisposición del rival. De hecho, el honor del púgil consiste en no hincar las rodillas, en no aceptar su derrumbamiento, en sobrevivir.
Y el cine es un vehículo de aprendizaje y debe estar muy agradecido al boxeo. No es nueva mi sentida admiración por Clint Eastwood, talento otoñal pero bendito talento, director de una prodigiosa obra que obtuvo recompensa en los Óscar hace quince años. «Million Dollar Baby» es un prodigio dramático, inconmensurable en el fondo y en la forma, y horneado en la palabra del cuadrilátero. La misma palabra de la vida, y también voz de la política.
Los diálogos entre Eastwood, Swank y Freeman son un compendio y síntesis de la condición de lucha de los hombres. No pretendo glosar lo que en esencia es casi perfecto ni actualizar un mensaje que es universal. El de la subsistencia. Por eso, escojo diez momentos dialogados, como Diez Mandamientos, que constituyen un bloque argamasado de todo una teoría sobre la vida en sí. Cada frase es una sentencia. Las diez sentencias son una condena. Si quien las lee todavía conserva un ápice de aprensión es que todavía no ha perdido su condición de ser humano:
El boxeo como la política es un microuniverso en el que, desde los objetivos de los narcisistas, se aspira a lograr algo inaccesible para los comunes, un plus de reputación y trascendencia excitante. Y vencer, que es el fin último del depredador. La elevación moral depende del dolor y del sacrificio, pero también de la disciplina y del compromiso. Entran a ocupar un espacio hiperreal, un territorio de emociones exuberantes que produce satisfacción y una liberación interior. Construyen un yo legendario, un fenómeno de autodeterminación radical ante la mirada de todos los ciudadanos. No todos son iguales, pero lo parece. Y todo lo que parece, puede llegar a ser cierto. Cierro artículo. Salvado por la campana.
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