Antonio Banderas es el actor español por excelencia, una magna presencia en el mundo del arte. El único capaz de encabezar un reparto en la meca del cine y permitirse el lujo de protagonizar un musical en Broadway, ‘Nine’, el único varón entre dos docenas de mujeres y un niño que interpreta el rol de Banderas en su infancia. El malagueño es un lujo, un corazón hecho hombre. Fiel a sus raíces e incapaz de traicionar el medio que le ha hecho triunfar, el arte. Y si el cine le cubrió de gloria y dinero, la escena le llenó el alma.
Cuando salió de su Málaga natal, traicionando sus deseos de seguir las compañías catalanas de vanguardia de aquel entonces (Dagoll Dagom, Joglras, Teatre Lliure, etc.), se instaló en Madrid donde precisamente Lluis Pasqual, uno de los directores del Lliure, le dio el papel de soldado con lanza (pero sin frase) en ‘La hija del aire’ protagonizada por Ana Belén. Mientras, Almodóvar se hace el dios de la movida cinéfila y le regala el pasaporte que le haría universal.
Fiel a sus principios éticos, con los años Banderas regresó a su Málaga natal para hacer un teatro, a cuyo frente colocó brevemente a Pasqual y lo abrió con ‘A Chorus Line’, un musical que es la esencia de la escena. Una obra que reflexiona sobre el mundo del actor en una especialidad de corto recorrido, la de los musicales. En ellos es donde los actores necesitan alma y cuerpo, sobre todo mucho cuerpo, para hablar, cantar y bailar, todo a la vez. Algo que se dispone en un limitado espacio de vida, la juventud, a veces para ser el complemento, el marco como dicen en la obra, para hacer resaltar a los protagonistas, algo que muchos no serán nunca. Y ellos lo saben.
‘A Chorus Line’ es un dramático trabajo, ideado y creado por Michael Bennett en 1974, estrenado en el off Broadway al año siguiente y traspasado al corazón de Manhattan meses después. Tras ser uno de los espectáculos más longevos de la escena, con más de cinco mil funciones, se repuso en 2006 e incluso en 2013 se representó de nuevo en Londres hasta que en 2019, Banderas lo pone en marcha en su (porque produce él, entre otros, pero el proyecto es suyo), Teatro del Soho Caixabank de Málaga.
Allí, él mismo encarna a Zach, el encargado de organizar ese “chorus line” para un musical de Broadway para el que precisa cuatro parejas elegidas de entre centenares de aspirantes. De ellos podemos vivir las experiencias de 19 de ellos en la escena del espléndido Teatro Tívoli de Barcelona, con la única escenografía de unas luces mágicamente colocadas y servido por un elenco de hasta 30 actores “en estado de gracia”, como diría un cursi. Allí explican sus inquietudes, vivencias, sinsabores, penas, amarguras, ánimos y desánimos, acordes y desacuerdos consigo mismos que les hacen pelear por esos ocho papeles que, si no la gloria, de momento les darán el trabajo y el aplauso, el alimento del artista.
Banderas ha puesto en solfa el musical siguiendo las pautas del guion original y contando con el apoyo de la coreógrafa Baayork Lee, intérprete en su estreno neoyorquino de uno de los papeles hace 45 años. En esa etapa malagueña el actor interpretó a Zach, aunque sus compromisos cinematográficos (ahora mismo ya rueda un filme con Penélope Cruz), le llevan a “recaudar” fondos para salvaguardar esa tremenda aventura que se llama teatro, máximo cuando es de nueva creación.
Pablo Puyol encarna a ese estricto director (que tuvo un romance con una de las aspirantes) y lo hace con la misma convicción y precisión que el resto de una compañía fresca y fiel a patrones originales. Todos actúan, cantan y bailan con rigor a extremos increíbles, con un resultado que les hace aventurar que este proyecto pudiera ampliar su ya extensa gira cruzando el charco para instalarse en mercados extranjeros.
Este ‘A Chorus Line’ del Tívoli es una maravilla porque no es un recuerdo ni una revisión: es como leer de nuevo El Quijote y perderse son sus locas aventuras (tuvo el Pulitzer en 1976, el año que cosechó 17 premios Tony). Es extasiarse con sus temas musicales, todos unos clásicos, que completan los perfiles de los protagonistas y facilitan el encuentro con todo tipo de melodías y coreografías, del drama al pop.
Una delicia de espectáculo que se contempla en religioso silencio, solo roto por las ovaciones al final de cada número, que no son regalo sino recompensa a un trabajo de filigrana. Una pasamanería tan bien realizada que apenas hay fisuras, solo aciertos en unas creaciones que son producto de un casting tan perfeccionado como el de la historia que nos están contando (y bailando y cantando).
Gracias a Banderas por habernos traído a Broadway bajo el brazo servido por una trama donde no seduce el decorado ni el vestuario sino la parte más dura, el básico. Esto es la actuación, las luces, el sonido de esas vidas que luchan por ese breve espacio de tiempo que puede durar ese instante fugaz llamado gloria, si alguna vez lo consiguen. Una lección de humanidades servida con sensibilidad, un canto a una profesión tan hermosa que desborda la escena, un trabajo minucioso al servicio de algo tan grande como es la interpretación de unos personajes que no dejan de ser la de esos mismos actores que los encarnan, de modo impecable, en la escena.
La noche del estreno, Antonio Banderas y Baayork Lee saludaron a una platea que, puesta en pie, ovacionó una historia dura y rematada con el brillo de ese ‘One’, que interpreta en inglés la compañía con sus mejores oropeles y ese tono jovial que señala que el mundo es un espectáculo. Y sus actores queremos ser únicos, pero la mayoría tenemos que conformarnos con formar parte de ese coro del que a veces ni tenemos oportunidad de disponer de esos cinco minutos de gloria que, aseguró Andy Warhol, nos tocaban a cualquier mortal.
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