El eterno caballero
Hace más veinte años que ha dejado de leer lo que se escribe sobre él. Dice que no le interesa nada alimentarse de mentiras.
Un día, a los 20 años, cuando trabajaba de camarero en Los Ángeles, le sirvió la cena a Robert de Niro. «Algún día seré tan rico y famoso como tú«, le dijo. Y el tiempo no le ha hecho quedar mal. Camino de los 66, Richard Gere celebra las bodas de plata de esa ‘Pretty Woman’ que hizo soñar a media población femenina y estrena película. Rodeado de un casting cargado de talento, el canoso actor es el reclamo de ‘El nuevo exótico hotel Marigold’.
No disimulo la debilidad que siento por este hombre. Tiene facciones toscas, ojos de ardilla y sonrisa de picarón, pero posee una especial habilidad para fascinar a quien tiene delante. Su pelo blanco no le resta el encanto del seductor por excelencia aunque, como la edad a veces pasa factura, en el cine últimamente más de uno le roba a la chica.
Resulta sorprendente, por inusual y poco frecuente, verle llegar sin guardaespaldas o publicistas que organicen cada paso que da. Hasta hace muy poco era su mujer la única compañía que quería tener a su lado, incluso en los actos promocionales. En un mundo en el que hay más seguridad que celebrities, la cercanía de Richard Gere es un bálsamo para el estrés y las prisas que se viven en todo buen festival internacional o evento con un talent de su nivel que se precie.
Le recuerdo siempre vestido de la manera informal y austera que acostumbra, con sus eternas pulseras tibetanas en la mano izquierda y saludando a su interlocutor en español. «Gracias por venir» es su cercana bienvenida. «No hablo apenas español, pero es una norma de educación saludar en el idioma de la otra persona. Tú también los has hecho en el mío», me dijo un día. Y, cómo no, me volvió a conquistar.
No me olvido de su última carcajada cuando le pregunté si a los 20 años imaginó que iba a estar tan estupendo como ha entrado en los 60. «¡Qué va!. A esa edad sólo pensaba que no llegaría a los treinta. A los veinte era un infeliz, un miserable…tanto humana como físicamente. El paso de los años me ha hecho ver la cantidad de tiempo desperdiciado en banalidades. Si te digo la verdad, vivir lo que he vivido me tiene fascinado».
Y esa fascinación es la que me transmite cada vez que he podido entrevistarle. Me envuelve la naturalidad con la que habla de sus temas personales, humanos. Nunca me ha impuesto ningún tipo de censura para dialogar de cualquier tema. Gere es de los que rompe los moldes en la cercanía. No me olvido de cuando me habló de cómo el budismo cambió su vida, su concepto del amor y le hizo crecer como ser humano.
«He aprendido a ser tolerante, paciente, generoso. Hizo de mí un hombre nuevo. Me enseñó a amar en el sentido más amplio y profundo. La vida me ha dado más de lo que merecía pero, en un momento determinado, necesitaba algo que me ayudara a entender mi dolor, mi frustración. Tenía 24 años y el budismo me ayudó a eso y mucho más».
Hace más de veinte años que ha dejado de leer lo que se escriben sobre él. Dice que no le interesa nada alimentarse de mentiras. «Nos encanta oír maledicencias, escuchar lo peor de la gente. Por instinto, no queremos que los demás tengan éxito. Nos guiamos por las apariencias que son una mentira y no nos damos cuenta que mi sufrimiento es igual al de los demás. El éxito no me aleja de las cosas cotidianas. Deberíamos alegrarnos del triunfo ajeno porque también es el nuestro».
Se dedicó a esta profesión para vencer su timidez y reconducir su creatividad. «Fui un niño tímido, retraído y difícil. Sólo soñaba con saber expresar mi creatividad. No sabía si lo conseguiría escribiendo poesía, jugando al béisbol, siendo músico o filósofo. La vida me ha dado la oportunidad de hacerlo con éxito y en el camino perfecto. El viaje ha sido sorprendente e increíble».
Está convencido que nadie le miraría por la calle si su trabajo no tuviese la trascendencia mediática de la que goza. «Mi pelo cano ya no llama la atención«. Y se ríe sin disimulo. Es de los que te hace pensar con sus respuestas. Un día se lo dije y, tras bajar la cabeza con cierto rubor, me respondió que tenía que ganarme el sueldo y, como le gusta romper los esquemas, me lanzó una pregunta que espero responderle en nuestro próximo encuentro. «Crees que si supiéramos la fecha de nuestra muerte, ¿la vida tendría un sentido muy distinto?« . Y, en ese momento, me habría gustado que se parara el reloj.