No aspiro a desvelar, porque no me ha sido dado este secreto, el misterio de la resurrección de Lázaro. Ni siquiera pretendo hacer chanza de muertos vivientes, que me producen fatiga y sopor intelectual. Cuesta entender que en la iconografía de los Zombies vudú, los muertos reactivados, los muertos reanimados, los Zombies rabiosos, los infectados, los regresados, los merodeadores y hasta los bonies, todos sean bichos malditos, cuando, en la lógica del regreso, debería cundir el amor eterno por tus seres queridos con los que te reencuentras.
El romanticismo mórbido de los vampiros desembocó, por oficio de la simpleza intelectual, en un ejercicio de canibalismo necrofílico, con torrente de sangre incluido. Hay una excepción a este sopicaldo de vísceras y entrañas, por su extravagancia y por su subyacente crítica política, que es ‘Juan de los Muertos’ (Alejandro Brugués, 2011), una comedia imposible rodada en 2011 en la Cuba de Castro, donde el malecón y las calles de la vieja Habana son tomadas por delirantes muertos vivientes.
El protagonista, en un alarde de subsistencia, asume pronto que la invasión de los zombies es una oportunidad para hacer negocio y organiza su empresa bajo el eslogan ‘Juan de los Muertos: Matamos a sus seres queridos’. Entre el delirio y la tragicomedia, las conversaciones de los protagonistas revelan la verdadera incertidumbre sobre quiénes son los muertos y quiénes son los vivos.
Hay una frase ufana de Juan que es y ha sido compendio de la forma de pensar de muchos cubanos: «Yo quiero irme pa’l carajo de aquí a darle la vuelta al mundo. Si me preguntan de dónde soy, diré que de Cuba. Si me preguntan qué es Cuba, diré que es una islita socialista del Caribe. Si me pregunta qué es socialismo, le voy a decir que un sistema instaurado por Fidel Castro hace 50 años. Si me preguntan quién es Fidel Castro, me quedo a vivir ahí para siempre«.
Traigo a mi recuerdo este coloquio de buen cubano porque en 2013 llegué a La Habana en viaje oficial, años después de que ninguna autoridad española pisara suelo caribeño. Era un Congreso de servicios postales y me correspondía presidir la delegación española, junto al Presidente de Correos y Telégrafos, entre otros. Paseando una tarde entre humedad de mar abierto y polvo de ciudad vieja, dimos en ver una Oficina de Correos con un buzón con la esfinge española de cabeza de león.
Entramos e iniciamos una conversación entrañable con una joven empleada que acababa de conseguir plaza en la dependencia. Se interesó por el trabajo de los servicios postales en España y nos ayudó a enviar una postal a nuestro país. Al día siguiente, me recibía en una habitación de hotel a primera hora de la mañana el Ministro cubano del ramo, entre seguridades de color caqui y asesores con libreta en mano.
Por cortesía, y para romper la solemnidad de la situación, que la habitación estaba plagada de mentores y consejeros del Ministro, le indiqué que había sido testigo de la profesionalidad de su servicio postal y le agradecí el trato que nos había dispensado la funcionaria. Presto me pidió el nombre de la empleada mientras los consiliarios con sus guayaberas blancas tomaban nota.
Concluyó la reunión de modo satisfactorio para ambos países y también finalizó el viaje dos días después. Tomamos la dirección de la Oficina de Correos para despedirnos de la oficinista, pero, cuando llegamos, nos dijeron que desde hace dos días ya no trabajaba allí. Nunca supimos qué fue de ella.
Prefiero a los muertos insurrectos que a los vivos resucitados. Porque un muerto puede ejercer el poder, que no hay inhabilitación después de la vida. En 1982, el candidato demócrata Wilson falleció en plena campaña electoral en Estados Unidos. A pesar de ello, salió reglamentariamente elegido, obteniendo los dos tercios del sufragio, toda vez que la legislación electoral norteamericana impide la sustitución del candidato en campaña. Ejemplo de Cid Campeador, que como bien sabe Charlton Heston, ganaba batallas después de muerto.
Pero como los estadounidenses son tercos y reincidentes, en las elecciones celebradas en noviembre del año pasado venció por Nevada el candidato republicano Dennis Hoff, a la sazón propietario de varios burdeles, cuando había fallecido unos días antes para desazón de los cristianos evangélicos que le respaldaron. Costumbre que se ha extendido a otras áreas de América, porque en 2016 fue elegido Presidente de la Asamblea Nacional de Nicaragua un fiel colaborador del Presidente Ortega, René Núñez, que fue investido para tan alta magistratura una vez fallecido y con el féretro de testigo.
Las Administraciones tampoco se dejan impresionar por la situación de los ciudadanos en su ciclo vital. Los Servicios Sociales de Carolina del Sur cursaron la siguiente carta dirigida a un hombre ya fallecido: «Sus cupones de beneficencia han sido suspendidos porque hemos recibido información de que usted ha muerto. Descanse en paz. Podrá usted apelar contra esta medida si cambia usted de situación«.
De modo similar debería actuar la Seguridad Social en España una vez que se descubrió en noviembre del año pasado un fraude de casi seis millones de euros entre personas que ocultaban la muerte de familiares, amigos o conocidos, emboscándose en algunos casos en disfraces del finado para ir al banco y confundir al empleado de turno.
Peor suerte tuvieron el político Javier Arenas y su mujer a los que la Agencia Tributaria les notificó su muerte y el correspondiente borrador de declaración de IRPF de su último ejercicio fiscal. Aunque donde no parece que los muertos tengan complejos de resistencia es en el mundo de la cibernética y de las redes sociales.
Porque «¿cómo esconder un cadáver?» es una búsqueda en Google que realizan mil personas al mes. Lo mismo que preguntar a Siri «¿cómo deshacerse de un cadáver?» como hizo un estudiante universitario de Florida con su compañero de habitación. Y, sobre todo, porque hace unos días me pidió amistad en Facebook un muerto. Y todavía no sé qué hacer.
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