¿Cómo perder la cabeza… por las flores?
Introducirse en el mercado de Chelsea puede ser una aventura apasionante. Si no, pregúntenle a Pilar García de la Granja...
La semana pasada me levanté al alba. No daban las 7 en mi iPhone y el cielo ya estaba de un plácido celeste. La brisa olía a limpio y gocé del semisilencio que circulaba por Nueva York. Caminé las manzanas que separan mi casa en Yorkville de la de Pilar García de la Granja, jefa de la corresponsalía de Telecinco en USA. Pasé por tres floristerías y no me pude resistir a husmear. Según Yelp, hay 987 compañías dedicadas a las flores en la ciudad.
Esta vez Pilar no tuvo ninguna noticia de última hora que cubrir y partimos en la línea 6 hasta la estación de la calle 28. Caminamos al Oeste hasta un McDonald’s que hace de puerta a la cueva de Ali Babá. Sí, porque el mercado de flores en Chelsea pinta feo. Las calles con huecos donde el agua putrefacta se acumula; bolsas de basura ajadas con pañales usados; eternos andamios en edificios donde nadie repara nada. Pero los transeúntes habituales no están para minucias. Están allí por el business y no para preguntarse qué está haciendo Di Blasio por el barrio, ni hacer vida social.
Recuerdo una mañana oscura. Esperando a otra periodista, apareció la manager de la tienda donde hice mi práctica. Si fueron tres minutos los que me dedicó (después de trabajar un mes con ella), exageraría. Los verdaderos neoyorkinos son así, no pierden un minuto y son muy focus driven. Pero esta primaveral mañana sería únicamente para gozar. Un tour a los mayoristas de flores, los proveedores de ese pedazo de naturaleza que quisiéramos arrancar con nuestras propias manos del campo y que llegan cada madrugada por tierra y aire.
Y, claro, empezamos visitando US Evergreens, la tienda que surte de ramas y follaje a los diseñadores. Ramas de ciruelos en flor con sus diminutos pistilos saltando sobre sus cinco pétalos. Las flores de los cerezos parecen pompones en delicada explosión. Mirto, limón, bambú, todos productos verdes y un desorden que resulta agobiante.
Nos vamos a Associated Cut Flower, que tiene una isla central con tulipanes hasta el techo. Ahora Pilar está tan feliz como sorprendida. ¿De dónde sacan tanta variedad? Hace poco cayó en mis manos el libro Enciclopedia of Flowers de Azuma Makoto. Cuenta que en Ota, el mercado de Tokio, había 70 mil variedades de flores en 2011. Y que cada año aparecen de 2 a 3 mil híbridos, muchos de los cuales ni siquiera llegan a tener nombre y desaparecen. Si un pequeño país como Japón produce tal cantidad de flores, los alhelíes, hortensias, calas, crisantemos, astilbe, rosas y orquídeas que teníamos frente a los ojos era apenas una pequeñísima parte de la producción mundial.
Cruzamos la calle y entramos a G.Page, donde tengo mi casero. Cuando una es novata en el mundo de las flores, no hay remilgos en cobrar el doble. A mí no hay nada que me enfade más que me estafen. Así que tengo a David, un mexicano que trabaja allí hace 15 años y al que siempre le compro. A estas alturas, Pilar ha perdido la cabeza. Las peonías le recuerdan a su madre y lleva dos variedades en tonos rosa. Unos liliums mambo -entre naranja y granate- “para dar buen olor y esconder el del cigarrillo”.
Las anémonas le parecen fascinantes y lleva en fucsia y azul. “Y esos, ¿cómo se llaman esos?”, me dice apuntando a unos ranúnculos naranja. Tomo dos hortensias antique y me quedo boquiabierta con unas fritillarias persas. David con papel y lápiz sonríe porque Pilar le dice que quiere una yapa, que cuando volvamos y el paquete esté listo, le regale unos jacintos.
Llevo a Pilar a la perla de la calle: Dutch Flower Line. Maravillosa tanto en los productos como en los precios. Aún así, hace bien recrear el ojo y empalagarse con exquisiteces: fritillarias imperiales, hortensias con pétalos rosa y verde estridente, lirios diminutos, peonías amarillas con centro rosa viejo. Cada uno de los productos que exhiben tienen una peculiaridad: o no los has visto nunca o jamás en esos tonos, o el tamaño es impresionante.
Necesitamos una pausa y nos metemos en una cafetería que no es más que el frontis de una tienda de textiles. Entre capuchinos y el croissants de almendras, nos contamos la vida. Al rato, vamos en un taxi con nuestro cargamento de flores. En mi casa, Pilar se hace un moño, enciende una radio española (como buena periodista siempre está conectada) y pone cara de concentración.
Es su primera clase de flores y no quiere olvidar ninguna instrucción. Después de limpiar e hidratar las flores, saco dos floreros y empieza la clase. “Lo primero es el grid”, le digo mientras le enseño a hacer una rejilla con scotch en la boca del florero. Con agua tibia y la hortensia como nuestra base, vamos introduciendo las flores. Las directrices son: cortar el tallo en diagonal y que toque el fondo del florero; trabajar con las flores más grandes y dejar las delicadas para el final; agrupar algunas y ponerlas a distintas alturas para dar aire y profundidad.
Fernando Gallardo, crítico hotelero y mi marido, llega cuando estamos a punto de terminar. Dispara con su cámara y luego, con un improvisado estudio, saca fotos a nuestras arreglos de flores. Pilar está feliz con su obra y yo dichosa de tener a tan espléndida mujer como alumna y amiga.