Vivir. Escapar. Vivir.

Tenemos que ser conscientes de que Google, nos conoce.

Fernando Gallardo. 17/04/2017

Gmail, dicen algunos, no asegura la privacidad del correo electrónico. Intercambiar mensajes a través de este protocolo expone ese talón de Aquiles indeseable por parte del usuario, y fructífero por parte de los espías, que es el cifrado y descifrado de su protocolo. A pesar de que el buscador garantiza el hermetismo de todo lo que circula a través suyo, lo cierto es que hay signos delatores de su permeabilidad al hackeo.

Andaba yo buscando un escritorio en distintas mueblerías de Nueva York cuando se me vino a la mente la reflexión anterior. De golpe y porrazo, cuando ya daba por perdidas las tres semanas precedentes en la búsqueda de una mesa que me gustara, reclamó mi atención un anuncio a todo color incrustado en la pestaña del correo electrónico. Ahí estaba, sin pedirlo, el escritorio soñado, como parte de un banner que publicitaba mobiliario de oficina. El mismo tablero, el mismo porte, que había buscado por las calles de la Gran Manzana. Incluso en las gamas de colores que a mí más me gustan. No era un reclamo más entre los cientos que uno recibe al cabo del día, sino… el reclamo, lo que yo andaba buscando y no había conseguido a pie.

«Ahí estaba, sin pedirlo, el escritorio soñado»

Apoyado cómodamente en este escritorio, viendo las pinazas discurrir por los meandros del East River, llego a la conclusión de que Google me conoce. Espía mis necesidades. Investiga sobre mis gustos. Incluso más… se adelanta a mis deseos. Y me acerca a ese placer de lo añorado desde la distancia de un clic. Comprendo que muchos de mis lectores se quedarán desconcertados al saber que no me sumo a la consternación mundial por el espionaje a que nos somete hoy las tecnologías digitales. Pero me importa un bledo el derecho a la intimidad, sobre todo el mío.

«Llego a la conclusión de que Google me conoce»

Sé que debería preocuparme, y mucho, por aquel asesinato que nunca cometí. O por ese atraco que no se me vino en mientes pegarle a mi banco, aunque se lo merezca. Ni por ese duelo de caballeros con pistola que podría haber ocurrido si mis ancestros hubieran tenido a bien alumbrarme dos siglos antes. Ni mucho menos por aquella violación con paliza incluida que jamás figuró en mi currículo. Puede, entonces, que solo deba ocuparme de ocultar a los ojos de Google los tres frascos de gel, champú y loción que le birlé al hotel Le Domaine, en Sardón de Duero, cuando fui a hacerle mi crítica semanal para El País. Pues no, realmente me importa una gónada si Google y el mundo entero se entera de que he afanado —y usado luego en mi casa— los pecadillos cosméticos de mi paso por ese hotel. Es que eran tan buenos…

«Solo deba ocuparme de ocultar a los ojos de Google los tres frascos de gel, champú y loción que le birlé al hotel Le Domaine»

Celebro que me espíen y divulguen mis secretos. Porque si no quiero que nadie sepa que hace unos días devoré una hamburguesa en JG Melon (1291 3rd Ave, New York, NY 10021), ten por seguro que no lo ventilaré en ninguna de las cuatro redes sociales del Apocalipsis (Twitter, Facebook, Instagram y LinkedIn). ¡Si no quieres que se hable de ti, no lo publiques! Por ende, si no quieres que abran tu correo, no envíes correos. Si no quieres que te descubran en brazos de tu amiga, no te acuestes con ella. Si no quieres parecerte a DSK, no acoses a las camareras de piso en tu hotel. Lo contrario, además de inmoral, es ignorar las reglas de la nueva sociedad digital.

«Minidrones tan pequeños como un mosquito filmen y obtengan fotografías de todo lo que se mueve»

Estamos a un paso de que unos minidrones tan pequeños como un mosquito filmen y obtengan fotografías de todo lo que se mueve. Y aquello que no se mueve será escrutado por satélites personales, tan grandes como una píldora, que orbitarán alrededor de nuestro planeta y otros astros recabando una valiosa información para nuestros intereses personales y colectivos. En esta confabulación digital, ¿cómo no debería estar incluido Nuestro Señor Google?

«La dialéctica del control y la transparencia de los datos no son efectos secundarios»

En la naturaleza intrínseca de Internet reside la lógica de la comunicación, sostiene Norbert Wiener en su libro La Utopía de la Comunicación. La dialéctica del control y la transparencia de los datos no son efectos secundarios, sino los fundamentos necesarios de un sistema de comunicación, de las ideas que han germinado en la red de redes que hoy utilizamos a diario.

¿Qué antídotos podemos formular contra el sistema? Renunciemos a darnos de alta en el registro civil, el mercantil, el laboral, el escolar. Renunciemos a abonarnos a una compañía de electricidad, a la del gas, al operador de telecomunicaciones. Renunciemos a Hacienda, a la Seguridad Social, al seguro de desempleo. Renunciemos a las tarjetas de crédito y paguemos en metálico todas las facturas del médico, la farmacia, la gestoría. No viajemos en avión, de obligada identificación. Tampoco en tren, ni en automóvil, de imprescindible matriculación. Por supuesto, no adquiramos ni alquilemos una vivienda. Escapémonos de este planeta, pues hasta debajo de un puente seremos víctimas de identificación por parte de terceros.

«¿Qué antídotos podemos formular contra el sistema?»

Y, si no, aceptemos el hecho de que la persona es un ser con personalidad. Lleva inherente a sí mismo el dato, la identidad, la unicidad…, empezando por su propio ADN. Porque lo realmente importante de esta falta de privacidad global en el futuro, pese a las cruzadas antisistémicas que se organizan hoy, es el conocimiento profundo que tendremos sobre nosotros mismos, el mundo que nos rodea y el existente más allá sin que lo podamos alcanzar… de momento. Conocer el comportamiento del mercado, de los consumidores. Prever cómo se desarrollan las epidemias para frenarlas con urgencia. Saber que en Oriente Medio salta la sangre a borbotones y no disculparse porque nada sabíamos de ello.

Nuestra existencia será así más clara y transparente. Nuestros actos, más abiertos. Nuestras miradas, más profundas. Y nuestros sueños, menos inconfesables. Todo ello para hacer posible la máxima del buen servicio, de la hospitalidad sincera, del amor extremo: “tus deseos son órdenes para mí”.

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