Paseaba hace unas semanas con una buena amiga de Bilbao por El Retiro madrileño cuando llegamos a una bifurcación de senderos y, sin vacilación ni mucha cavilación, tomó la decisión de encarar el tramo derecho del camino. Cuando le insinúe que tenía instinto y potestad de mando, pues no admitía réplica su indicación, me contestó: “Yo no mando, simplemente tengo ilusión”. Ilusionada o no, recordé aquella frase algunos días después cuando leí la noticia de una anciana bilbaína, de oficio costurera, que había cumplido 106 años en una residencia de Santutxu. Cuando el periodista le preguntó, en un espasmo de originalidad, cuál era el secreto para vivir tantos años, contestó sin titubeo ni rubor aparente, que la ilusión y no haberse casado nunca.
Porque la yaya vino a nacer un año del Señor, que masculino el género era, de 1913, el mismo año en el que se estrenó ‘La vida breve’ de Manuel de Falla. Y es que, naciendo en Bilbao, la vida, si breve, no es buena vida, para disgusto del atribulado Gracián, al que se cita siempre por el adagio más lerdo jamás conocido: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Injusto es recordar al aragonés por esta leyenda tan desacertada, pues es justo reconocer que si algo es bueno, como la vida, el amor o la amistad, que no abrevie, sino que sea eterno. Como Bilbao.
Probablemente no sepa la modista desde sus 106 años que en Bilbao, antes de que Franco sucumbiera a la tentación de morir, se rodó la película “No es bueno que el hombre esté solo”, por mucho que ese hombre fuera un galán imposible con reputación de tacaño como José Luis López Vázquez. O que a finales del siglo pasado, James Bond zapatease las siete calles bajo el influjo del barco de titanio del Guggenheim, en la película “El mundo nunca es suficiente“ y menos para uno de Bilbao.
Bilbao es eso, y mucho más. Es el Nervión de Unamuno, el río por cuyo cauce resbalaron los siglos “llevándose la historia hacia el olvido”. Es el infierno de Aresti: “José, mi amigo, está lejos, allá arriba, cerca del cielo, y yo en cambio aquí abajo, en este oscuro pozo, en este infierno que se llama Bilbao”. Es el desarraigo de la ciudad mutante de Juaristi: “Sé que fuera de aquí añoraré las sombras del hayedo de Urquiola, el dulcísimo acento del eusquera de Vizcaya y algún rincón de mi Bilbao castizo, pero eso está indisociablemente unido a un mundo que se acaba, si no se ha terminado ya sin que lo hayamos advertido”.
Es ciudad frente a la Vizcaya rural en el imaginario de Atxaga: “Y la luz de las cocinas proletarias abre boquetes/en la gran muralla los mendigos amontonan cartones que las gaviotas hubieran deseado/para sus nidos:/los trenes pierden la memoria ante la fatalidad/de los raíles parten como apátridas./Y un poco más allá, los focos de la estación,/los borrachos, el amarillo chillón de los barrenderos,/otro puente, prostitutas, esto se acaba./Junto al parque, los taxistas hallan al boxeador muerto, que murió como mueren el rabel y los cantantes callejeros/”. Es la ciudad devota y magra de Blas de Otero: “/…/ Oh cuanta sed, cuánto mendigo en faldas/de eternidad. Ciudad llena de iglesias/y casas públicas, donde el hombre es harto/y él hambre se reparte a manos llenas/…/Laboriosa ciudad, salmo de fábricas/donde el hombre maldice, mientras rezan/…/Y voy silbando por la calle. Nada/me importas tú, ciudad donde naciera./Ciudad donde, muy lejos, muy lejano,/se escucha el mar, la mar de Dios, inmensa/”.
Bilbao es un verso infinito de autoestima, un surco entre montañas, un grito en la Gran Vía que retumba en los tímpanos de Begoña. Bilbao es agua, piedra, hierro, humo y fuego. Es música atrapada en caudal fundido bajo sombra de corrientes de limo que discurren entre puentes ciegos. Bilbao es erotismo en estado puro, pues no en vano fue Bigas Luna quien llamó “Bilbao” a la ramera más prodigiosa y “undergound” que ha visto el cine en nuestro país, por mucho que ejerciera en Barcelona y por mucho que nadie recuerde una de las mejores películas españolas de todos los tiempos.
Ya lo decía Leo, el protagonista: “Sólo me interesa Bilbao. La deseo. Tiene algo que que no pueden tener las otras cosas que me gustan”. Bilbao era pesadilla hecha ahora sueño de astillero y de almacén de madera y acero. Bilbao es calzón negro y malla rojiblanca, así desde el año que nació la modista, que quiso nacer al unísono que el viejo San Mamés. El mismo año en que Proust, que no era vasco ni falta que hacía, escribió “En busca del tiempo perdido”, que es precisamente lo único que no se pierde en Bilbao.
Ante todo, Bilbao es mi bochito, el bochito de Unamuno: “He de decir que bocho significa en bilbaíno un hoyo hecho en el suelo, como el que se hace para jugar a las canicas/…/¡Aquello era su Bilbao, su bochito, lo mejor del mundo, el nido de los chimbos, la tacita de plata, el pueblo más trabajador y alegre!”. Para los más descuidados, yo no nací en Bilbao, porque el honor me llevó a nacer en otra ciudad a sabiendas de que podía haber nacido en Bilbao. O no. Pero he visto el agua que es fango fluir cárdena entre orvallo de verano. Y he visto a Aduriz marcar un gol en San Mamés para ganar al Real Madrid, allí donde Bata, cuando la sastrecilla alcanzaba la mayoría de edad, metía siete goles al Barcelona.
No sé en qué hoyo, que es bocho, acabaré al final de mis días. Como Blas de Otero, fuera de Bilbao: “Dispuesto a todo,/menos a morir en balde,/menos a morir en Bilbao,/menos a morir sin dejar rastro de rabia/y esperanza experimentada, y hasta luego y palabra repartida/”. Cuentan que los peces al paso por el Guggenheim dicen “good bye” y al llegar a Deusto, “adiós” o “agur”. Pero únicamente algunos sabemos que cuando pasan por San Mamés, levantan la cabeza y gritan “goal” o “gol”, que allí ya llegan políglotas y dispuestos a morir en mar abierto. Será por idiomas.
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