En un lugar fronterizo muy cerca de los Pirineos, con la belleza que conllevan los lugares fronterizos, me dispongo a presentaros un hotel, no extravagante pero sí ineludible. Estoy aquí como observadora, “testigo” de cómo la memoria y el presente se pueden unir en un discreto alojamiento en la categoría de hoteles “más bien familiares”. No iba desencaminada cuando llegué, con interés y expectación, a Villa Magalean y me encontré precisamente con lo que imaginé, una oda al diseño y el buen gusto.
Tenía ganas de visitar Gipuzkoa así que decidí matar dos pájaros de un tiro y darme una vuelta por la bella localidad pesquera de Hondarribia. Allí, justo en el corazón del pueblo a los pies de los restos de la muralla, encontré este hotel boutique de tan solo ocho habitaciones.
Es el hotel perfecto. Cuatro estrellas, discreto, elegante, cómplice con el lugar y fiel a sí mismo. Junto a su Spa Henriette y su restaurante Mahasti fue en su día el sueño de un matrimonio formado por Caroline Brousse y Didier Miqueu. Con negocios en el mundo del vino en Burdeos, adquirieron Villa Albertine, una Villa estilo Art Déco neovasco para convertirla en un hotel boutique con un programa muy coherente.
Cinco años después, en 2017, fue cuando el esbozo de un proyecto, inicialmente dibujado en sus mentes, se hizo realidad. La brevedad de esta reseña impide profundizar en la emblemática historia que esta villa tuvo en otros tiempos y cuyo punto de anclaje es su cercanía al mar.
De la transformación de convertir los 700 metros de la villa en hotel se encargó el arquitecto Iñaki F. Biurrun. Él tenía como consigna conservar y ennoblecer los espacios con piezas artesanas arraigadas a lo local, sin perder el estilo que poseía la casa desde su construcción en la década de los cincuenta.
Una vez definidas las reglas del juego el arquitecto diseñó con esmero ocho habitaciones divididas en tres plantas, todas ellas con balcón y terraza. El resultado son cinco dormitorios dobles y tres suites cuyos nombres son La Marina, Guadalupe, Getaria, Pasajes, Jaizkibel, Baluarte de la Reina, Belharra y Peñas de Aia.
Nombres que no hicieron sino alimentarse del territorio propio. Por ejemplo del santuario que protege la ciudad; del nombre de un barrio y de un pueblo pesquero; de las murallas del casco antiguo; de la ola gigante de San Juan de Luz y de un Parque Natural.
Vigas talladas, balcones en hierro forjado, revestimientos de piedra en las ventanas, azulejos andaluces, molduras, frisos, parquet y suelos antiguos. En el interior decorado con tesón hay una búsqueda de objetos tradicionales con una ornamentación muy particular sin estridencias.
Los muebles adquiridos en subastas y mercadillos respiran diversas influencias así como el mobiliario atemporal de Eihcholtz (Holanda), o el mobiliario bello, sobrio y simple de XVL Collection (Bélgica).
El hotel también cuenta con elementos decorativos de diferentes países como lámparas de Lladró, tejidos nobles de alta calidad seleccionados en Inglaterra e Italia (lana, lino y terciopelo), porcelanas de Limoges. La escalera, con vidrieras traídas del País Vasco francés, se despliega cual columna vertebral y permite un itinerario visual por toda la casa que al subir o bajar te va dando una perspectiva espacial, que equivale a cómo hojear un libro rápidamente.
En un ambiente tranquilo destaca Mahasti, el restaurante gastronómico regentado por el joven vasco Markel Ramiro. Formado en el Basque Culinary Center y contando con el asesoramiento de Juan Carlos Ferrando ofrece una cocina en la que el producto y la creatividad son los protagonistas.
La carta es sencilla, pero con elaboraciones meticulosas que ensalzan la gastronomía de la región. Comida o cena para disfrutar de una cocina de autor elaborada con producto de temporada. Pescados de la lonja de Hondarribia y Pasaia, quesos vascos seleccionados y afinados por Benat (San Juan de Luz), y una vinoteca seleccionada minuciosamente por Didier Miqueu, propietario del hotel y experto en vinos con opciones para elegir las mejores referencias francesas y españolas.
Y sobre el bienestar, el Spa Henriette es un mundo de aromas, plantas, aceites, bálsamos y música. Dispone de una sauna, un hammam en el que se realizan rituales de purificación, una mesa de exfoliación y ducha de hidromasaje con aromaterapia y luminoterapia que es uno de los principales atractivos de Villa Magalean.
Despuntaba el día, la fugacidad de la visita del monte Jaizkibel al fondo parece una postal. En Villa Magalean se respira lo cotidiano, lo sencillo, lo esencial.
Madrugo para ver amanecer. El día está gris y no deja que el sol aparezca, podría parecer triste pero no lo es. Una caminata sin destino me lleva a la deriva por el pueblo hasta que el mar de pronto emerge ante mi vista. Hay olor a salitre y una casi imperceptible fragilidad es la escenografía habitual para los que aquí pasean, a esta hora, una vía casi desierta.
Calma, niebla y un sirimiri desdibuja los contornos de las pequeñas barcas al fondo, sin enfocar nada en concreto camino por el borde del paseo que parece no tener fin, atenta a las sensaciones más que a lo que se puede ver de lejos o de cerca.
Tras el paseo matinal vuelvo a Villa Magalean que es como estar en casa, ese calor que acompaña al huésped durante toda su estancia, y es que el nombre Magalean proviene de magal, que en euskera significa regazo, falda, amparo.
Música de fondo, el comedor en la planta sótano con una gran vidriera que provee de luz al espacio. Allí la calidez del personal, el pan recién horneado y un piano que nadie toca engloban el ritual casero, ese con su lentitud dominical. Eso que tiene que ver con la minucia, lo efímero y hace que el tiempo haya quedado como suspendido. El día es gris, pero todo parece estar en su lugar.
No me limitaré a recomendar este hotel porque a mí me gusta. Quisiera añadir que la clave de su lectura está en verlo, más que como un hotel, como un lugar de cobijo. Y entre los cientos de detalles de esta Villa, no solo el esmero decorativo, su calidez definen muy bien este lugar donde no solo pernoctar. Ese fue el propósito de sus propietarios, de la directora del hotel, Susana Cardarelli, y todo su equipo.
Viajeros de diferentes procedencias llegan a Hondarribi (como le llaman aquí) así que podría aventurarme a asegurar que su “éxito” no está en ser original, sino en ser. Y es que este hotel de lujo arropa y mima, en todos los sentidos, a aquél que lo visita.
Llegar a un hotel u otro es una circunstancia casual. De manera fortuita llega uno a los lugares, pero el eco de esa visita se va quedando como una huella adherida, un sedimento, como un episodio más en nuestras vidas.
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