Hoy nos vamos al corazón del África Austral, allí donde reina el “quizás”. Las ruinas del Gran Zimbabwe solo tienen una cosa de cierta: son la construcción y la ruina arqueológica más antigua y grande de África. El resto son conjeturas, leyendas y mitos.
Cuando en 1980 Rhodesia adquiere la independencia de Reino Unido, el país cambia su nombre por el de mega ciudad que fue y que tantos quebraderos de cabeza ha dado a los historiadores, científicos y arqueólogos. En lengua shona, Zimbabwe significa ‘Casas de piedra’; así lo llamaban sus últimos pobladores y así lo llamaban cuando los primeros europeos llegaron allí.
El recinto fortificado tiene más de un millón de ladrillos apilados sin argamasa, formando gigantes estructuras con formas redondeadas; laberínticos pasillos que llevan a salas circulares y grandes muros que utilizan las piedras del terreno. La ciudad de la colina domina desde la altura con la triste melancolía que el paso del tiempo le ha dejado marcada.
Sin embargo, ¿por qué tanto misterio? Tan simple como que nos gusta saber el origen de todo, queremos explicaciones científicas que avalen nuestra propia inteligencia. Pero hay cosas que no se pueden demostrar. Y El Gran Zimbabwe es una de ellas.
De esta macro construcción hay datos desde el siglo X y hasta el XIV cuando sucedió la ‘Gran Caminata’ o éxodo de sus habitantes. Hasta aquí todo controlado. Esta zona fue habitada por los shona. Era un territorio próspero donde llegaron a vivir casi 20.000 personas, hasta que el lago Kyle se secó hacia el 1450. Entonces, el rey de los Mutota emigró con su gente buscando otro lugar habitable y en el siglo XVII lo ocupó el clan Mugaba (mismo clan del dictador que luego fue Mugabe).
Pero las preguntas surgen cuando, tras el expolio que las ruinas sufrieron en el siglo XX, en el conjunto de la colina se encontraron piezas de cerámica china datadas del 1500 a.C., monedas árabes, objetos persas y de Mesopotamia, una escultura de Tutmosis IV, faraón que fuera esposo de Nefertari; y cientos de piezas que parecían dejar claro que aquella civilización era mucho más antigua. Y lo más importante, que comerciaban con mercaderes de lugares muy lejanos.
El mismo tipo de construcción de piedra sin argamasa y con formas redondeadas es similar a la utilizada por los fenicios, pero no hay constancia de que fueran ellos los primeros arquitectos. En cualquier caso, era una civilización muy avanzada con grandes dotes arquitectónicas y un nivel muy alto de comercio.
El misterio se complica para dar paso a la leyenda. ¿Fue aquí donde el Rey Salomón tenía sus minas de oro? ¿Era esto Ofir, el reino de Makeda? Tampoco hay datos que lo certifiquen, pero para los románticos sí, estamos en la Ciudad Perdida del Oro, en las minas del rey Salomón.
Era Salomón hijo de David, aquel valiente que venció a Goliat. Un rey justo, sabio y muy querido que provocó la curiosidad de una de las reinas más bellas y ricas de la época, la reina Makeda. También su reino de Saba es un misterio. Makeda llegó a Jerusalén con toneladas de oro, marfil y piedras preciosas de África, tenía que impresionar a aquel rey para que contestara a sus preguntas, según nos cuenta El Antiguo Testamento. Makeda le habla de las minas de Ofir y a partir de ahí, de vez en cuando Salomón enviaba sus barcos a aquellas tierras y siempre volvían con toneladas de oro.
La leyenda continúa dándose forma a sí misma, cuando el capitán portugués Vicente Pegado en el siglo XVI llega destinado a Sofala (actual Mozambique, pero muy cerca de Zimbabwe) y oye hablar de las casas de piedra y de sus minas de oro. Decide viajar hasta ahí y en sus escritos deja las claves que intrigarían a Carl Mauch tres siglos después.
Hablaba Pegado de las grandes construcciones de piedra sin argamasa, de una gran torre cilíndrica y contaba que los nativos llamaban al lugar Symbaoe, “corte de piedra” en lengua shona. Mauch leyó también al historiador Joao de Barros, quien, entre otras cosas, había dejado escrito que los habitantes de la zona afirmaban que aquello había sido construido por el demonio, porque el hombre era incapaz de hacerlo.
Las ganas de explorar y de aprender van de la mano de la curiosidad. Y curiosidad fue lo que tuvo un niño alemán, de origen muy humilde, a quien regalaron un atlas de segunda mano. En aquel viejo libro encontró un continente que llamaban África, pero que aparecía pintado de blanco. Carl Mauch puso su empeño durante años en viajar hasta allí. Así fue como comenzó a leer a Vicente Pegado, estudió astrología, árabe y un montón de ciencias para emprender aquel viaje en solitario.
Buscando financiación para su aventura, pone sobre la pista al cartógrafo y director de una importante revista de viajes, August Petermann, quien le deniega cualquier ayuda, pero promete dar voz a sus aventuras. Se embarca como tripulante en un barco desde Inglaterra y en 1965 llega a Durban, pero tardaría dos años más en llegar a la frontera entre Botswana y Zimbabwe. La suerte estaba por fin de su parte y conoce a Henry Hartley, uno de los exploradores de la época que junto con Livingstone, mejor conocía el África austral, y quien le confirma la existencia de más de 4.000 minas de oro.
En 1871, contra viento y marea, tras cinco años caminando con un rumbo tan fijo como incierto; después de haber sobrevivido a los Ndebele y haber superado enfermedades y penurias; después de haber despertado la fiebre del oro por las noticias que enviaba a Petermann; otro salvador aparece en su camino. Se trata de Adam Remder, un cazador afincado en zona Ndebele, que le llevaba hasta el lugar que desde los diez años quiso encontrar.
Carl Mauch llegaba a las ruinas del Gran Zimbabwe y daba credibilidad a la leyenda del rey Salomón y la reina de Saba. Piensa que quizá fuera Sofala, el antiguo reino de Ofir y de la hermosa Makeda. Todo coincidía con lo escrito por el capitán Pegado. Aún más, encontró un dintel que aseguró ser de madera de cedro libanés y esta pista fue la que necesitaba para asegurar que aquel palacio era fenicio, pues también Salomón había usado esta madera para su palacio.
Además, al igual que los fenicios, tal y como describiera Pegado, todo estaba levantado sin argamasa. Como buen alemán del diecinueve, los nativos le resultaban primitivos e incapaces de construir aquella maravilla, y como romántico, quiso creer en la leyenda que él mismo forjó. Sin duda se trataba del palacio de la reina Makeda y las minas que había encontrado meses antes eran las del rey Salomón. Sofala y Ofir eran el mismo lugar, aquel donde él se encontraba.
Ya de regresó a Alemania, Petermann hablaría de su hallazgo, pero poco más. Carl Mauch nunca recibió compensación económica alguna, pero tampoco obtuvo reconocimientos públicos ni halagos. Nadie reconoció su hazaña, ni los más de veinte años invertidos en ella. Malvivió, calló en depresión y sin apenas dinero, curaba sus dolores por enfermedades tropicales a base de alcohol, hasta que en 1875 se calló por la ventana de su pequeño apartamento y perdió la vida. Nunca se confirmó el suicidio.
Diez años después, un libro que describía sus propias aventuras se convertiría en best seller, Allan Quatermain y las minas del rey Salomón de Rider Haggard, un libro que llegó a ser el más leído del siglo XIX.
La leyenda ya estaba creada y muchos dieron por buenas las teorías de Carl Mauch. Comienza el siglo XX y nos volvemos a encontrar con el personaje de la época en aquellas tierras del sur. Cecil Rhodes no quiere permanecer al margen de esta historia, menos aún si habla de minas de oro, palacios y descubrimientos.
Decide enviar a dos fracasados, algunos los llaman arqueólogos, otros periodistas; pero lo cierto es que ningún arqueólogo que se preciara y ningún periodista de profesión bien entendida, hubieran hecho lo que ellos hicieron en el Gran Zimbabwe.
Cecil Rhodes les dio dos consignas para financiar el viaje: primero demostrar que aquella obra de arte no había sido construida por negros, y segundo, expoliar todo lo que pudieran. Ordenado y hecho. Theodore Bent y Carl Peter llegaron en 1902 al Gran Zimbabwe y lo devastaron. Robaron todo lo que pudieron, entre otras cosas, las aves de Zimbabwe talladas en piedra jabón. Afortunadamente, estas esculturas (una de ellas es símbolo del país) y otras piezas pudieron recuperarse y hoy se encuentran en el museo de Gran Zimbabwe.
Las teorías sobre la construcción fenicia acabaron con las excavaciones de David Randall MacIver y más tarde de la arqueóloga Gertrude Caton-Thompson, quienes concluyeron que el Gran Zimbabwe fue construido por una etnia anterior a los Shona. Desde 1929 no se ha permitido ninguna excavación ni investigación.
El Gran Zimbabwe esta dividido en tres zonas. La colina parece que fue el primer asentamiento, donde se encontraron las aves de Zimbabwe, la sala recubierta de oro, la escultura del faraón egipcio y el resto de monedas y piezas milenarias. Acabó siendo la zona espiritual donde aún hoy día una vez al año se reúnen sacerdotes y ancianos para invocar a los ancestros. Hay aquí una gran piedra tallada con la silueta de un águila.
Como el lugar da para hacer volar la imaginación y soñar con teorías, yo saqué la mía propia. Cuando en la época que fuera, los habitantes de la gran ciudad deciden bajar de la colina y construyen para su rey la zona ahora conocida como el recinto fortificado, también construyen para el rey una gran torre cilíndrica que de algún modo le recordara a la gran piedra del águila, bajo la cual tenía su trono. Una manera onírica para que la familia real no extrañara el antiguo palacio de la colina. Nadie ha resuelto el misterio del significado de la torre cilíndrica, así que no creo que yo tampoco lo haya hecho, pero mi imaginación también voló en El Gran Zimbabwe.
Los buscadores de tesoros pensaron que en su interior habría miles de piedras preciosas, y así fue como rompieron más de dos metros de su alzado para comprobarlo. Pero en su interior solo había piedras y más piedras. Esta parte está fortificada por un muro de once metros que en algunos puntos tiene hasta seis metros de grosor. Es casi laberíntico y sus pasillos llevan a las zonas donde la familia real se alojaba y hacían la vida en común. Jamás salían de ahí. Es un lugar mágico, cargado de energía, único. Un lugar que siempre llevaré en mi corazón.
Paseaba en solitario entre aquellas piedras de perfección, como antes hicieron Remder o Mauch, pensaba en ellos y en la reina de Saba, en Salomón y en Cecil Rhodes. Pensaba en las 25 toneladas de oro que de aquí sacaban cada año, en el rey Mutota que con tristeza tuvo que sacar a su pueblo de aquel lugar tan maravilloso. Pensé en los cazadores de tesoros, y en ese mapa blanco de África. En uno de los muros de piedra apareció una Agama, el lagarto más bello que nunca vi. Era ella, la reina de Saba, y con lágrimas en los ojos escribí en mi cuadreno:
“Tanto misterio y leyenda, tanta energía concentrada, han sacado lágrimas en mi corazón guardadas. La reina de Saba tuvo a bien secarlas”.
La ciudad perdida del oro es una de las paradas que hace Ankawa Safari en su ruta por Zimbabwe.
Más información: www.ankawasafari.com
La Gran Vía madrileña suma desde ya un nuevo hotel de lujo. Se trata de… Leer más
A diferencia de la familia real británica, que se reúne al completo en Sandringham para… Leer más
Cada vez que aparece en una alfombra roja Georgina Rodríguez nos deja con la boca… Leer más
Felipe VI y doña Letizia prometieron a los valencianos que volverían a la zona afectada… Leer más
La reina de la Navidad está de vacaciones y su aparición en la nieve no… Leer más
"El tren es el destino". Ese es el punto de partida del Tren del Glamour,… Leer más