Las creaciones de Custo Barcelona han cerrado la 22 semana de la moda de Barcelona, conocida como 080. Han sido los diseños que el leridano propone para la temporada otoño e invierno 2018-2019, que luego tal vez los verán en la calle (se da por sentado que en los escaparates y revistas sí), libre disposición del pueblo soberano que elige según influencias y presupuestos incluso ya más allá del clima de la estación. Esto de las temperaturas nos va a volver a todos locos, aunque seguiremos manteniendo unas pautas fijas: poca ropa para el calor, más para el frío. Y en ese intermedio insoportable, conjugaremos prendas ligeras, vaporosas y con provocaciones carnales (hablamos de ropa femenina), bajo abrigos, parlas y anoraks, oversize, o sea ultragrandes para los no avezados a leer entre costuras.
Particularmente esto de las semanas de la moda que se celebran en el mundo no me provocan más que la curiosidad de ver como las anunciantes con piernas, conocidas como it girls, pasean sus disfraces sobre sus impersonales personalidades: carecen de intelecto para leer más allá de la prenda (lo recalcó ayer André Leon Talley), y se colocan lo que les regalan los diseñadores, aquellos trapos con los que sugieren tendencias, que no son moda sino orientación de por dónde van a ir los tiros. Excepcionalmente, salvo en lugares comunes o casualidades prácticas (la necesidad de usar deportivas con trajes de vestir para evitar desgarros tobilleros y otros accidentes), nunca van más allá que provocar la risa o carcajada cuando ves a esas pobres famélicas con sus disfraces de temporada posando con la ilusión de ser alguien por un rato durante unos días de una estación. Pobrecillas.
En las grandes capitales de la moda, Nueva York, París, Milán y Londres, el paisaje de esa sinfonía de tonterías alrededor de los lugares donde se celebran los desfiles, se completa con las famosas de turno que esas sí, cobrando, ya llevan prendas más apetecibles. Posan con lo más comercial de la colección que las tenga contratadas, aquello con lo que harán dinero porque, no nos engañemos, desfile quien desfile, en pasarela no vamos a ver más que una serie de locuras invendibles que, en principio, señalan el deseo puntero del diseñador de turno: la punta del iceberg de su creatividad. A medida que avanza el show las prendas se convierten en cotidianas y aparecen aquellas que se apresuran a copiar las marcas low cost, ágiles negociantes que en unos días ya tiene en sus escaparates, en versión económica, modas y referencias de estación.
Mientras estos negociantes amasan fortunas con el truco copiar y pegar (reproducir en este caso), las grandes marcas echan mano de los complementos para subvencionarse los costes, algunos inimaginables, de esas pasarelas como las de Chanel en el Grand Palais de París, absolutamente maravillosas. Puestos a hacer negocio, nada mejor que un perfume, un pañuelo, marroquinería fina o bisutería selecta para rellenar las arcas y compensar la ausencia de facturación en las cajas: vestidos a más de mil euros cuestan de vender y tienen una clientela limitada: todo lo demás es relativamente asequible y llega a más bolsillos, aunque el mercado de las imitaciones está desmontando esta teoría.
Dispongo algún ejemplo: ya que hablo de Custo, no sé si era en Shanghái o en qué país, tuvo que cerrar su negocio porque a dos metros de su escaparate, en pleno blanket market, o sea los manteros, se ofrecían algunas de sus prendas al diez por cierto del valor del escaparte (y algunas de reconocido mérito estilista, según reconoció el propio Custo). Destrozándose el negocio entre fashions, copistas, low cost, imitaciones y similares, las semanas de la moda no dejan de ser un divertido y dolce fare niente para deleite de los sentidos, creación de físicos de pasarela, ágapes, fiestas y bailes diversos.
Todo un circo al que no es ajena la prensa del medio, elemento indispensable para crear o desmerecer el mito que toque. Es un universo ridículamente fascinante oír a periodistas citar por su nombre propio a los diseñadores. “Has visto a Jean Paul (Gaultier)?” “¿Vas a ir a Karl (Lagerfeld)?«, “Genial Carolina (Herrera)” o “Qué ecléctico Tom (Ford)” suele escucharse en los corrillos de esas émulas de convertirse en Suzy Menkes, peinada siempre con un canalón transversal sobre la frente, y con sobrepeso, o Anna Piagi, inclasificable premonitoria de las it girls que en el mundo han sido.
No he olvidado a Custo. Me gusta Custo, me ha gustado siempre por todo. Conozco a los Dalmau (Custo y David), desde mucho antes de que sentasen la cabeza y se convirtieran en lo que hoy son, un referente de creatividad, fieles a sus postulados, comprometidos consigo mismos (la mejor manera de confiar) y sólo una vez les pillé en eso del Custo Barcelona, una denominación que realmente no sé si siguen usando (yo no lo haría, forastero), y si les sirvió para algo. Custo es marca, estilo y personalidad. Y es industria e investigación, algo de lo que carecen la mayoría de marcas que presentan colecciones.
Nada habla mejor que una prenda de Custo. Cada una de ellas tiene una historia que Custo puede desvelar en cuanto se lo pidas. Todas tienen un tejido, un bordado, un plástico, un brillo, un corte, en cualquier caso, te cuentan tanto que es imposible adivinar la narración en esos pasos de pasarela, que no son de andar ni de bailar, sino de trotar a ritmo de una música que hace correr a las modelos como si tuviesen prisa. Y realmente la tienen: deben llegar a tiempo del siguiente desfile.
La nueva colección de Custo es eterna, tiene las mismas pautas de sus trabajos, son prendas no intemporales pero que pueden estar en cualquier momento de cualquier estación de una vida. Las de esta visión son arriesgadas de corte, perforaciones adecuadas y limitaciones coloristas centradas en púrpuras, como rindiendo homenaje a aquella noche en el Asia de Cuba, el restaurante del Mondrian de Los Ángeles cuando charlamos con Prince mientras Stevie Wonder entonaba el cumpleaños feliz a una ahijada.
Este trabajo de Custo es púrpura Prince, envolvente, sugerente, casi hiriente en esas texturas que él maneja tan bien, combinando ancestros de pasamanería con metal del futuro y sedas de siempre. Hay flecos, cortes irregulares y asimetrías, juegos de palabras sobre canvas y palabras de algodón que cierran geometrías sin aristas para que todo sea más dulce a la hora de arropar el cuerpo de una mujer a la que adora. Cada traje Custo es un homenaje a esas féminas Barbarella que, botines en ristre, se ponen al mando de sus naves cada mañana para disponer lo cotidiano con ápices de mañana, almacenando las sapiencias de ayer y sobreviviendo al inmejorable hoy. No es ropa fácil porque es valiente, ni es sencilla porque mezcla sensaciones. Ni es, ni será nunca vulgar, porque siempre tendrá el sello de Custo, el marchamo de los hermanos que dieron la vuelta al mundo sobre una tabla de surf, siguieron en motos de gran cilindrada y no han bajado nunca de ese espíritu en el que navegan por el mundo del diseño. Regalando algo que les hace distintos, aunque sin perder identidad.
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