¿Cómo afrontar el diagnóstico de una enfermedad rara?

El tiempo por sí mismo, no cura nada. Lo que cuenta es lo que hacemos activamente durante ese tiempo.

Ana Villarrubia. 30/11/2017

Según la OMS (Organización Mundial de la Salud) existen alrededor de 8.000 enfermedades raras que afectan al 7% de la población mundial. No se dispone de un censo exacto pero se calcula que en España existen 3.000.000 de personas afectadas por una enfermedad considerada rara, que en general suele ser crónica y/o degenerativa, y puede empezar a manifestar sus síntomas antes de los 2 años de edad.

La población infantil es la principal afectada, los niños representan el 75% de los pacientes que padecen enfermedades raras, por desgracia debido a la cruda realidad a la que nos enfrentamos: el 35% de los niños afectados por un cuadro diagnóstico de este tipo mueren antes de cumplir su primer año de vida, el 10% antes de los 5 años y el 12% lo hace antes de los 15. Tal es la gravedad de estas enfermedades, o tal es el desconocimiento que se tiene acerca de ellas, que hace que médicamente se consideren intratables. Para el resto de personas afectadas, queda por delante una trayectoria a menudo impredecible y muchas veces también inexplicable.

La soledad y la incomprensión son sentimientos que afloran tras confirmarse el diagnóstico

Recordemos la cifra inicial: tres millones de personas. Parecen muchas. Son muchas. Y son también tres millones el número de hogares en los que se atraviesa un periplo similar. Pero, a la hora de la verdad, de nada sirve esta inmensa cifra. Porque son tantas y tan variadas las enfermedades que se califican como raras que al final, casi cada caso es único, y casi cada familia se encuentra sola.

Individualmente y sin excepción, los padres de niños con diagnósticos raros que se enfrentan a esta situación se enfrentan también, inicialmente, a la soledad y a la incomprensión. “Casos como el de su hijo hay muy pocos en todo el mundo, apenas están relatados en la literatura científica, se sabe muy poco de la evolución de los síntomas…” son las pocas explicaciones que estos padres reciben. Nada consigue nunca calmar por completo su inmensa incertidumbre, su desconcierto, su miedo, y esa impotencia con la cual no les queda más remedio que abordar lo inesperado.

Aceptar la realidad y volver a tomar las riendas de nuestra vida es vital

A partir del shock inicial se recorren hospitales, se consultan especialistas, se recurre a lo indecible. El piloto automático funciona en paralelo a nuestra conciencia, el instinto de supervivencia cumple su función y se gana su razón de ser: lo que sea por curar a un hijo o, al menos, por tratarlo, por aliviar su sufrimiento, por permitirle una vida digna, porque se adapte a su entorno (o su entorno a él), por conseguir incluso que pueda ser feliz, a su modo o del modo que sea.

Y, mientras dura el periplo médico, mientras se prueban medicaciones, se ajustan pautas y se reciben asesoramientos -a veces contradictorios- llega un momento en el que el piloto automático no nos basta para seguir funcionando. Nos damos de bruces contra la realidad: sabemos ser resolutivos pero también somos seres eminentemente emocionales.

Por lo que siempre acaba llegando el momento de volver a la realidad. Ese en el que no queda mas remedio que desmoronarse para componerse de nuevo, empezar a encajar las piezas del nuevo puzzle que la vida ha puesto ante nosotros, aceptar lo que nos ha pasado. Vivir con ello. Elaborar, en otros términos, nuestro duelo particular. El objetivo: aceptar la realidad y volver a tomar las riendas de nuestra vida, desde otras perspectivas.

Nada consigue nunca calmar por completo la inmensa incertidumbre

¿Porque hablamos de duelo, si no ha muerto nadie? En este caso no se trata de una muerte física, se trata del desvanecimiento del ser con el que fantaseamos, con el que hemos elaborado una historia en la que teníamos y queríamos participar para construir un hombre o mujer, maduro, responsable y coherente al menos con nuestros ideales. Un hijo que tiene un potencial increíble y un proceso de desarrollo al que hacer frente, pero no en los términos en los que nosotros nos lo habíamos imaginado. No en los término que contemplaban nuestros esquemas.

Toca renunciar a algunas o a muchas de las expectativas y sueños que teníamos trazados, no solo para ese hijo nuestro, sino también para todo nuestro modelo de familia y de futuro. Toca aceptar una paternidad distinta con un ser que, si bien sigue siendo bello, único e irrepetible, tiene necesidades especiales y requerimientos superiores a los esperados.

Merece la pena rodearse de cualquiera que nos pueda aportar algo

Debemos ponernos en marcha. Rodearnos de nuestros familiares y seres queridos, cuidadores, especialistas, enfermeros, médicos, psicólogos y con todas aquellas personas con los que podamos hablar de lo que nos ha pasado, de lo que nos da miedo, del futuro que empezamos a reconfigurar. Merece la pena rodearse de cualquiera que nos pueda aportar algo, ya sea en lo sanitario, en lo material, en lo profesional o en lo afectivo.

Es más que recomendable buscar asociaciones en torno a las cuales se concentren personas con una problemática igual o similar a la nuestra, espacios de encuentro para contactar con personas que ya han pasado o están pasando por lo mismo que nosotros, porque sentir que no estamos solos sí que ayuda, y rodearnos de otros criterios para tomar perspectiva también. Los seres humanos necesitamos de esa tranquilidad, y también necesitamos pautas y ocupaciones que nos permitan sentirnos útiles y adaptativos con respecto a las situaciones novedosas que no tenemos por qué saber afrontar de serie.

Lo que cuenta es lo que hacemos activamente, no el paso del tiempo

Es importante no tener prisa en elaborar ese duelo, las personas necesitamos tiempo para hacernos cargo de las realidades cambiantes, especialmente si nos plantean un reto. Pero tengamos bien claro que el tiempo, por sí mismo, no cura nada. Lo que cuenta es lo que hacemos activamente durante ese tiempo, lo que nos trabajamos y lo que nos transformamos. Tenemos la responsabilidad de trabajar para racionalizar algunas de nuestras emociones y convertirlas en impulsos que nos empujen hacia delante, hacia la acción en positivo. No hay un plazo límite para que ese proceso culmine, basta con saber que un día llegará.

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