Si hay un miedo que a todos nos une y, casi me atrevo a decir, a todos nos define como especie, es el miedo a la muerte. Ya sea de manera natural, en el contexto de una de nuestras etapas de desarrollo madurativo, de manera sintomática en algún momento de nuestra vida o en directa correlación con determinados sucesos vitales estresantes, todos y cada uno de nosotros conectaremos en un momento u otro de nuestra existencia con una profunda angustia vital y conviviremos con el miedo a nuestra propia muerte o a la muerte de alguno de nuestros seres más queridos. Incluso aunque dispongamos de los mecanismos de autorregulación más eficaces, existe un matiz que puede exacerbar el dolor asociado a la anticipación de la muerte o a la anticipación de la pérdida: la idea de que el fallecimiento se produzca en soledad o inmerso en un proceso de sufrimiento.
Eso que tanto tememos, eso que a todos nos reduce a nuestra mínima esencia, ese miedo que todos hemos compartido en un momento dado, se está haciendo realidad. Morir en soledad. Es precisamente lo que está sucediendo en estos momentos: centenares de personas fallecen en sus camas sin que un hijo, un hermano, un sobrino o incluso un amigo, pueda cogerles de la mano, sin que haya un último mensaje que expresar. Y centenares de familiares imaginan con angustia las últimas horas o días de vida de esas personas a las que tanto han querido y tanto querrán, sus propios padres en la mayor parte de los casos, sin tener la posibilidad de hablarles, de acompañarles, de susurrarles al oído, de estimularles, de llorarles, en definitiva, sin posibilidad de formular una despedida.
Todos los rituales que, como sociedad, hemos construido en torno a la muerte, cumplen una función. Nos ayudan a asimilar la pérdida, facilitan la comprensión de una realidad tan dura e inexplicable como cierta. El acompañamiento, el velatorio, el funeral, la incineración o el entierro… Todos y cada uno de esos desagradables procesos que rodean la muerte representan el inicio del duelo y de la canalización del dolor. No en vano, promueven el acompañamiento en momentos de angustia, nos obligan a compartir el desconsuelo. Además, nos protegen frente a la aparición prolongada y disfuncional de mecanismos de autodefensa que automáticamente pueden aflorar pero que, de manera natural, hemos de ser capaces de superar, como la disociación o la negación.
Por todo ello, conviene en estos días que nos paremos a reflexionar acerca de esta situación que estamos viviendo, que viven de manera especialmente dolorosa miles de familias, y que tan abruptamente ha modificado nuestras rutinas de vida, en todos los sentidos. No podemos condenar al sufrimiento perpetuo a los familiares de los que no han tenido más remedio que irse en soledad. Tratemos de adaptar, por lo tanto, todos esos procesos tan necesarios para la asimilación de la pérdida, a estas malditas condiciones de excepcionalidad con las que nos está tocando lidiar.
En primer lugar, si te encuentras en las penosas circunstancias que acabamos de describir: olvídate de la culpa. No hay cabida para ella. La culpa es esa incómoda e infructuosa emoción que aparece para obligarnos a repasar lo sucedido, para entender lo inentendible a fuerza de dirimir responsabilidades. Pero señalar a alguien con el dedo genera solo un falso alivio.
La enfermedad, además de la fatalidad, son las únicas responsables de un fallecimiento; y las personas simplemente hacemos por adaptarnos a circunstancias dolorosas y cambiantes para las que nadie no ha preparado previamente. Si no pudiste acompañar a esa persona amada en sus últimas horas de vida es porque seguías instrucciones, porque no tuviste más remedio que seguir esas consignas que apelaban a tu responsabilidad, y porque cumplías con la ley, que está por encima de todos nosotros.
En segundo lugar, no regreses a ese momento, no permitas que tu mente divague. Los sanitarios trataron de compensar tu ausencia, suplieron tu presencia, hicieron lo que pudieron y algún día podrás agradecérselo con creces. El amor se profesa a lo largo de toda una vida y esa vida se dota de significado con cada interacción social, con cada muestra de afecto, con cada experiencia compartida, con cada vivencia emocional.
En tercer lugar, no renuncies a la despedida. Se nos priva en un momento dado de ese último adiós. Pero el mismo carácter simbólico que es intrínseco a esa despedida puede ser sublimado a través de otro tipo de proyecciones o de representaciones simbólicas. Una carta, un homenaje, una oración, un pensamiento, un mensaje internamente proyectado… Son todas ellas formas válidas, y útiles, de vivenciar la realidad de la pérdida y de expresar ese amor incondicional que, de ahora en adelante, nos unirá siempre a nuestro ser querido.
Son muchas las formas de rendir honor a quien se fue pero vivirá siempre en nuestro recuerdo. Nuestra propia identidad se ha impregnado de su esencia, de sus enseñanzas y de las vivencias compartidas. La vida de quien se marcha cobra un doble sentido a través de la huella que deja en los que se quedan, tal es su trascendencia. Cultiva todo lo que aprendiste de esa persona, ponlo en práctica, trata de parecerte más a la persona que querrías ser, plantéate un cambio, homenajéale en cada momento en el que tenga ocasión.
Además, puedes tratar de darle forma a la ausencia. En ocasiones pasar por lo físico nos ayuda a integrar la pérdida en lo más sentimental, en lo más espiritual. Selecciona algunos recuerdos (fotografías, objetos, canciones…) júntalos, ríndeles tu particular homenaje, venéralos a tu modo… Reúnelos en una cuidada caja y sitúalos en un lugar privilegiado. De momento no hay un pedacito de tierra, una lápida o una urna en torno a la cual reunirse, pero podemos disponer de nuestro particular espacio de recuerdo y recogimiento.
Y, por último y no menos importante, expresa tu dolor. La contención física habrá de esperar, cierto, pero eso no puede impedir que llores, que grites o, incluso, que rías con otros. La emoción es libre y el abanico de sentimientos que afloran para poder canalizar la pérdida es increíblemente rico. La reunión familiar puede ser planificada para dentro de unas semanas o meses, pero el contacto telefónico o por videollamada ha de ser constante y todo momento es bueno para compartir una emoción con quienes sienten con nosotros.
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